Apuntes sobre la dulzura | David Foster Wallace y la zona de confort de la ironía

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Los 90 como una gran usina de ironía y el pensamiento de David Foster Wallace como un llamado de atención al respecto: la herramienta para desenmascarar lo que no nos gusta, al igual que todo lo que digamos, puede ser usado en nuestra contra. 



Como producto de la década de los 90′, la ironía siempre estuvo a mi alcance. La televisión, en un giro metadiscursivo, empezó a reírse de sí misma. Ese gesto, que primero molestaba a políticos, famosos y al jet set en general, fue rápidamente absorbido por el mercado, haciendo de la ironía un arma defensiva: si uno se critica a sí mismo, anula el ataque del rival de turno. El resultado final fue el que ya se conoce, en donde la ironía corre en todas las direcciones y el sentido se estanca. 

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El gran pensador sobre la ironía en esa misma década fue David Foster Wallace, que empezó a descubrir cómo el exceso en esa mirada del mundo destruía todo a su alrededor pero no se preocupaba por edificar algo nuevo, ni por construir una zona de reparo para las personas que tenían que seguir conviviendo bajo las leyes del mercado. Ese mismo mercado que cada vez que recibe un golpe, lo succiona para hacerse más fuerte como si fuera uno de los personajes creados por Akira Toriyama en Dragon Ball.

E abuso de la utilización de la ironía, su vaciamiento, llevó a que David Foster Wallace marcara este diagnóstico letal: «La ironía ha pasado de liberar a esclavizar».

En una entrevista de 1993, compilada en el libro Conversaciones con David Foster Wallace (Pálido Fuego, 2021), el autor señala al respecto: «La ironía, la autocompasión, el odio hacia uno mismo son ahora conscientes, celebrados». En el mismo sentido, no desdeña del todo la potencia de este recurso, pero en su cantidad justa, algo que es extremadamente difícil de medir: «Lo grandioso de la ironía es que separa las cosas y nos eleva por encima de ellas, para que podamos ver los defectos y las hipocresías y las duplicidades». Sin embargo, el abuso de su utilización, su vaciamiento, llevó a que marcara este diagnóstico letal: «La ironía ha pasado de liberar a esclavizar». 

Siempre me interesó pensar en la ironía dentro del ambiente literario. Este mundo reducido, donde todo a veces parece cuesta arriba, donde los recursos escasean. Los choques generacionales, los parricidios, las críticas entre diferentes movimientos, son parte de ese juego, aunque particularmente no los considere demasiado atractivos. Pero dentro de todo eso hay un fenómeno que me llama la atención: el exceso de ironía en los poetas más jóvenes. 

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David Foster Wallace

Conversaciones con David Foster Wallace (Pálido fuego, 2021). Foto: Ocio Casa de Libros


Si bien la palabra «joven» puede abarcar edades que poco tienen que ver entre sí, podemos utilizarla para hablar de personas que se encuentran publicando sus primeros libros en la década que va desde los 20 a los 30 años, aproximadamente. La ironía, el sarcasmo, como señalaba al principio, también se da en dos direcciones: hacia los demás y hacia uno mismo. Respecto al primer fenómeno, se da un fenómeno singular, que es el de los jóvenes reaccionarios: lejos de experimentar con nuevas formas en sus textos, gastan más energía en criticar la producción ajena.

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Jorge Luis Borges -un gran esgrimista de la ironía-, escribió en el cuento «El milagro secreto» de 1944: «Como todo escritor, medía las virtudes de los otros por lo ejecutado por ellos y pedía que los otros lo midieran por lo que vislumbraba o planeaba». 88 años después, todo sigue igual: el pasto, al contrario del viejo refrán, siempre es más desprolijo y amarillo en el jardín vecino. Así, se crea una zona de confort improductiva: mis textos son mejores porque no son iguales a los otros textos que considero malos. Una mala noticia ante esa idea: existen muchas maneras de que un texto no funcione.

Esa suerte de autoderrota toma la forma de ironía en un loop sin sentido, últimamente motorizado por la utilización de memes en donde los escritores, editores, libreros, traductores -la lista podría continuar- siempre la están pasando mal.

Por último, quiero detenerme un segundo sobre la segunda dirección de la ironía: la autodirigida. En una entrevista de 2017 para esta misma revista, Silvina Giaganti destacaba lo siguiente: «hay una colaboración importante del mundo poético que se encarga de repetir esa idea de que la ‘poesía es para pocos’. Es una derrota anticipada: te da miedo ser leído y es un lugar cómodo decir que es para pocos». Esa suerte de autoderrota toma la forma de ironía en un loop sin sentido, últimamente motorizado por la utilización de memes en donde los escritores, editores, libreros, traductores -la lista podría continuar- siempre la están pasando mal.

Siguiendo a Foster Wallace, la ironía en vez de romper y avanzar, termina generando un efecto contraproducente: la reafirmación de un lugar común, de un estereotipo, incluso de un status quo. La rebeldía absorbida por el mercado otra vez. Pero no todo está perdido, quiero creer. Para justificar ese optimismo leve, dejo que sea el propio autor de La broma infinita el que salga a mi rescate: «Sin embargo todos sabemos que la cultura estadounidense es materialista. Ese diagnóstico puede hacerse en dos líneas. Eso no atrae a nadie. Lo que resulta atrayente y artísticamente auténtico es, considerando como axioma que el presente es grotescamente materialista, ¿cómo es que tantos seres humanos aún tenemos la capacidad de alegrarnos por cosas que no tienen precio, de ser caritativos, de relacionarnos genuinamente? ¿Se puede hacer prosperar estas capacidades? Y si es así, ¿cómo?, y si no, ¿por qué no?».

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