«El viaje infernal»: ¿un cuento de Hugo Vernier?

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En 1979 Georges Perec publicó «El viaje de invierno», un relato breve en donde un joven profesor descubre un libro fascinante, llamado justamente El viaje de invierno, de un autor desconocido: Hugo Vernier. Sin embargo, ese libro se esfuma por completo y todo queda en el plano de la reconstrucción e investigación. Primero Jacques Roubaud, y luego otros integrantes del grupo Oulipo, deciden escribir la continuación de ese relato, agregando nuevos detalles y derivas a la historia y dando como resultado una novela polifónica que Eterna Cadencia que publicó por primera vez en castellano con traducción de Eduardo Berti. A continuación, «El viaje infernal», uno de los 21 relatos que integran el libro y que juega con la aparición del autor más buscado: el propio Hugo Vernier.  



El viaje infernal (Le Voyage d’Enfer)

Traducción de Eduardo Berti

Esa noche había una reunión de Oulipo en casa de Mireille Cardot, en la calle Jean-Pierre Timbaud de París, donde incluso los rostros pálidos parecen tener buen aspecto. Era la reunión número 616, según los mejores cálculos de nuestros secretarios, y no se esperaba –oficialmente, al menos– a ningún “invitado de honor”. Sin embargo, uno de ellos golpeó a la puerta con ayuda del pequeño llamador.

Era un hombre de estatura modesta, una mujer vestida y arreglada a la perfección, como si Pascale Lavandier, la famosa estilista, hubiese abandonado a sus modelos habituales para ocuparse de un pasado muy remoto. El pelo era castaño rojizo, largo hasta las orejas y con raya al costado. El maquillaje confirmaba paradójicamente una tez blanca y saludable (no quiero resultar pesado, pero estábamos en la calle que acabo de mencionar, a menos que estuviéramos en la calle Sébastien-Bottin, lo que no aportaría ninguna diferencia), las cejas se veían como ahumadas y había un diminuto bigote pintado con rubor negro. Camisa de popelina blanca con el cuello plegado y una corbata de seda también blanca. Chaleco negro con cuello de solapa; reloj de bolsillo con su cadena a la vista; frac de tela negra con cuello de solapa de satén; pantalones de tweed a cuadros negros y marrones con ligeras rayas blancas. Unas botas marrones, marrón claro, curiosamente antinaturales porque con un vestido así tendrían que haber sido negras, sin lugar a dudas. El conjunto se parecía bastante a Valérie Beaudouin. A diferencia de ella, tenía un leve olor a hummus. Alterando el orden del día, ella había irrumpido allí y él nos habló de este modo:

–Si yo fuera Hugo Vernier y viniera a visitarlos, queridos oulipianos de Oulipo, por supuesto que me habría vestido como corresponde. Habría tenido que cambiar radicalmente mi disfraz porque en el infierno todo es un poco limitado: una especie de faja en torno a la parte baja del vientre, un taparrabos y listo.

Si yo fuera Hugo Vernier habría elegido, para visitarlos, una de esas noches en las que celebran una reunión donde, como de costumbre, hablan acerca del libro, y lo habría hecho con la única intención de noquearlos con sus libros, de noquearlos con el libro.

Si yo quisiera noquearlos con algún libro, y si yo fuera Hugo Vernier y hubiese venido a verlos, los noquearía con mi propio libro, que desde hace rato, si estoy bien informado, ustedes persiguen como un Grial. Como yo soy Hugo Vernier, supongamos, y como he escrito hace mucho tiempo (creo que fue en 1843 o 1844…) que en el mundo todo existe para desembocar en un hermoso libro, me veo en la obligación de preguntarme de qué hermoso libro se trata.

Como yo soy Hugo Vernier, el hermoso libro en el que tiene que desembocar el mundo existe y no es un libro cualquiera, claro que no, sino uno que se llama, por ejemplo, El viaje de invierno, o tal vez El viaje de ayer, o tal vez El viaje de Hitler, o tal vez Hinterreise, o tal vez El viaje de Hoover, o tal vez El viaje de Arvers, o tal vez Un viaje divergente, o tal vez El viaje del gusano, o tal vez El viaje del verso, o tal vez El viaje de los vasos, o tal vez Si una noche un viaje de invierno, o tal vez El viaje de los sueños, o tal vez El viaje del Gran Vidrio, o tal vez El viaje de H… Ver… (lista que, espero, no concluirá aquí).

Porque, en síntesis, si yo fuera Hugo Vernier y si pudiera contar con la complicidad de todos ustedes, no tendría miedo de fundar nada más (¡y nada menos!) que una nueva civilización de libros –parece que tengo unos cuantos títulos para eso–, pese a que no me ilusiona una civilización de un solo libro, ni siquiera de uno mío.

Si yo fuera Hugo Vernier, no vendría de esta manera, la cara cubierta de harina, las manos en los bolsillos de mi difunto ser, sino que tomaría el aspecto de alguno de ustedes para mostrarles mi benevolencia.

Sin embargo, precisamente, como soy Hugo Vernier (pese a este esqueleto cansado bajo una piel hecha añicos), no caeré en el ridículo de hablarles de mi libro, que ustedes, queridos oulipianos de Oulipo, no solo conocen mejor que yo, si me permiten que sea así de lisonjero, sino del que incluso han resultado ser sus más activos y tenaces reescritores.

Ahora bien, como quizás no soy Hugo Vernier, sino en cierta manera uno de ustedes (lo cual me alegra, más que nada en el mundo), me siento muy a gusto en mis zapatos o incluso en mis zapatillas y mis botines… zapatillas y botines que encontramos con mayor frecuencia, admitámoslo, en los poemas de Jacques Roubaud o Michelle Grangaud que en los de Yves Bonnefoy o Philippe Jaccottet, por no hacer nombres, poetas a quienes también he inspirado en gran medida.

Si yo fuera Hugo Vernier, ahora mismo me callaría.

(Un “minuto” de silencio).

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Hugo Vernier

¿Hugo Vernier? en El viaje de invierno & sus continuaciones, de Georges Perec & Oulipo


Pero, a fin de cuentas, ¿soy Hugo Vernier? Yo mismo me lo pregunto. (Breve pausa). Y, al parecer, no me lo respondo. No me lo respondo como me gustaría.

Si yo fuera Hugo Vernier, les diría que mi libro El viaje de invierno contiene todos los libros de ustedes. No en el sentido de esa fórmula archiconocida, “¡estaba escrito!”, sino de otra fórmula que se le parece como una especie de hermana o de prima: “¡será escrito!”. Lo que ustedes escriben no está ya escrito, no hay en esto ninguna fatalidad, ninguna predestinación. Sin embargo, un día, habrá sido escrito.

Apuesto a que Erik Satie hablará un día de un “precursor retrospectivo”, que su François Le Lionnais hablará de “plagiarios por anticipación” y que los hermanos Schlegel dirán que “el historiador es un profeta vuelto hacia el pasado”.

En otro plano de cosas, cuando yo haya sido Raymond Queneau, no dejaré de cantar que un poema siempre es algo extremo y que soy, como todos los de mi generación que pudieron contar con esa educación, un experto en materia de ortografía no fonética.

Si yo fuera Hugo Vernier, me pasaría la mano por la cabeza, en un gesto mecánico que me ayude a pensar, y me alisaría el cabello. Que, por cierto, es lo que acabo de hacer.

Si yo fuera Hugo Vernier, les diría que el pasado y el futuro se tocan en el presente.

Si yo fuera Hugo Vernier, les diría, es más, que los extremos, no importa cuáles, se tocan e incluso se acarician o se acuestan juntos.

Si yo fuera Hugo Vernier, les diría que esos extremos, que a veces se tocan y que siempre se acuestan juntos, son los extremos del tiempo y de la existencia.

El libro de las catástrofes es el libro primero, el libro supremo, el libro intocable, el libro intraducible, ¡el libro que no fue escrito por la mano del hombre, el libro no libresco!

Si yo fuera Hugo Vernier, les diría acaso que ustedes, guardianes de la potencialidad, se niegan a la idolatría del simple presente, una idolatría que, si yo fuera Hugo Vernier, no podría soportar.

Porque si yo fuera Hugo Vernier, ay, podría fácilmente no hablarles del viaje (el que he emprendido y no es un paseo saludable porque el infierno del que vengo, les aseguro, es mucho más infernal que el de la Biblioteca Nacional-1-), pero me sentiría incapaz de no hablarles del invierno, que es la estación del arte sereno, incapaz de no hablarles del invierno lúcido (creo haber escrito esto entre 1847 y 1848), esa constricción temporal que obra en la tierra y en la vegetación, pero que no es del orden de la muerte, sino de la forma, de la primavera que se anuncia.

Si yo fuera realmente Hugo Vernier, habría traído mi libro como regalo: El viaje de invierno, publicado como ustedes saben en esa ciudad que cuida con amor el manuscrito de la Séquence de sainte Eulalie –2-, me refiero a la querida ciudad de Valenciennes, sí, El viaje de invierno, 1864, impreso y publicado por Hervé Frères… Pero ustedes saben que esto es imposible. Ya no tengo conmigo el libro. Ni Plutón ni Cerbero me permitieron entrar con él, oficial ni subrepticiamente. Esto mismo les expliqué ayer a dos tipos desaliñados, un tal Dante Alighieri y su guía Virgilio, cuando me tendieron un puente de oro con el absurdo propósito de recobrar mi libro, que, alegaron, les hacía sombra. ¡Ja, ja! ¡“Hacer sombra” en el país de las sombras! Y un puente de oro para cruzar el río Estigia… ¡las cosas que hay que oír!

El caso es que, si yo fuera realmente Hugo Vernier, dejaría de dar tantas vueltas.

Y como soy Hugo Vernier, aquí tienen mi libro. En este simple acto se los entrego. Verán que no está hecho de tinta, cola y papel, ni siquiera de píxeles, pero que así y todo es un libro muy concreto… no una simple maquinación, sino más bien una máquina: una máquina para concebir y componer libros de la forma más sencilla, una máquina de escribir y leer.

Aquí lo tienen, aquí está. Espero que resulte útil. Es una creación creativa y muy creadora. Les entrego mi libro, también, para que no se detengan. Leí hace poco que Jacques Roubaud, en un artículo titulado “Un trabajo oulipiano fruto del azar” (en Accident créateur, Master Édition, Universidad París-Sorbona, 2009), propuso, a modo de programa, algunos títulos: Le Voyage d’Auvers, Le Voyage d’Anvers, Le Voyage à l’envers, pero… ¿por qué ningún viaje, lisa y llanamente, a Nevers? Oí decir que Marcel Bénabou añadió a su lista de libros a “noescribir”, a “nécrire”, un Viaje de Homero (y que afirma descaradamente que su libro titulado Residencia de invierno es suficiente disculpa para incumplir sus deberes verniéreos), que Anne F. Garréta quiere retomar el conjunto y formular una síntesis, que Paul Fournel, Daniel Levin Becker, Olivier Salon, Michèle Audin y hasta la mismísima Valérie Beaudouin, a quien encarné una noche… Pero, a ver, ¿qué les sucede a todos ellos? ¿No tienen ningún orgullo, ningún honor personal o colectivo que defender?

Ruego que me disculpen, pero me afecta mucho ver cómo le dejan el campo libre a cualquier Reine Haugure, a cualquier Gorliuk. ¿No podrían ustedes sacudir un poco a sus camaradas?

Publicando con mi firma en su Biblioteca Oulipiana mi Voyage d’Enfer, me gustaría invitarlos a que me coopten como oulipiano de pleno derecho, de modo que me convierta en el 38º miembro del grupo.

Sé que existe el precedente de QB, a quien no se menciona en la lista oficial. También sé que proponerse como candidato equivale a dispararse una bala en un pie. No soy idiota. La razón por la que nado contra la corriente es porque no vengo con las manos vacías y porque estoy proponiendo una idea subsidiaria que justifica, me parece, una saludable excepción a la regla.

Porque, en efecto, por cierto y verdaderamente, he tenido una idea.

Imaginen hasta qué punto la atribución a Oulipo, grupo del que yo sería miembro, de un premio Nobel de Literatura, o por qué no de la Paz, o por qué no, por una vez, de los dos premios en simultáneo, constituiría una medida muy conveniente:

1) Permitiría premiar a un grupo y no, como de costumbre, a un individuo estúpido, limitado.

2) Permitiría premiar a algo más que un simple nativo de una sola y estrecha nación de un solo y mismo continente.

3) Permitiría premiar al mismo tiempo distintas lenguas literarias, no una sola.

4) Sería la única forma de reparar algunas omisiones desafortunadas por las cuales los jurados de Estocolmo se muerden los dedos a diario: François Le Lionnais, Raymond Queneau, Georges Perec, Italo Calvino, Marcel Duchamp, Oskar Pastior… una suerte de panteón corregido.

5) Sería la única forma de honrar a ciertos autores que, por sí solos, obviamente no merecerían tal gloria y que, de esta manera, representarían a todos los soldados rasos, que suelen ser tan útiles para el triunfo de las estrellas (prefiero no dar nombres para no ofender a nadie, pero es obvio que deberían darse por aludidos, sobre todo, aquellos de ustedes que no añadieron un capítulo a nuestra “hipernovela”, para usar la fórmula de Calvino).

6) Sería, en fin, una buena razón para que yo obtuviera con ustedes el premio Nobel de Literatura que, como todo el mundo sabe, fue creado mucho después de mi muerte, y que a mi entender merezco más que nadie.


-1- En la Bibliothèque National de Francia, en París, los libros tildados de obscenos o pornográficos están reunidos en una sección o colección especial llamada Enfer (infierno). [N. del T.]
-2- Se considera que la “Secuencia (o Cantilena) de Santa Eulalia” es el primer texto literario escrito en lengua francesa. [N. del T.]


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