Apuntes sobre la dulzura | Perderse en el intento

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La escritura como una invitación a desorientarse y la lectura como un anclaje. Perderse en el intento como una nacionalidad, un hábito constante, una suerte de estado anímico perpetuo. Una breve constelación de autoras para encontrar el camino a casa.



Convivir con la idea de la escritura es convivir con la pérdida constante. Y cuando digo pérdida hablo en dos sentidos: perderse en un texto, en una idea, en un proyecto, dejar que se escape y mute; por otro lado, hablo de perder en relación a la ausencia: perder lo que se pensaba, lo que se asumía seguro, dejarse seducir por la neblina de lo que no adopta forma. En definitiva, perderse en el intento una y otra vez.

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Pero, ¿qué pasa cuando nos quedamos en esa desorientación? ¿Se puede hacer de ese estado una constante? Yo creo que sí. O al menos eso estuve experimentando en las últimas semanas. En Autorretrato (Chai Editora) de Celia Paul, ella escribe: «No veo nada, soy/ como la almohada/ bajo tu cabeza». Más bien, soy la almohada bajo mi propia cabeza. Una hiperconciencia bien puede tomar la forma de inconciencia: «¿Dónde voy, dónde estoy, quién soy yo, qué hora es, dónde estaré?», se preguntaba esa vieja canción de Suéter.

Más bien, soy la almohada bajo mi propia cabeza. Una hiperconciencia bien puede tomar la forma de inconciencia

Es una convención social contestar «bien» cada vez que alguien pregunta cómo se está, pero en el estado de pérdida del que hablo ese gesto mínimo termina demandando un esfuerzo nombre. Similar a una oscuridad tan profunda que no permite ver las propias manos, perderse en el intento, acostumbrarse a ello, significa vivir sin puntos cardinales: el cielo como un manto negro, que es lo mismo que decir una cabeza que se satura de ideas.

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¿Hay una salida de ese estado? También creo que sí y es gracias a la lectura. Yolanda Morales, en su libro Serie de circunstancias posibles en torno a una mujer mexicana de clase trabajadora (Almadía), escribe: «desde ese momento eloísa siente que ha perdido todo/ y se dedica a perderlo en serio». Cuando me reconozco perdido en el intento, solo queda el momento de la calma, de la reflexión, de leer señales en otros escritores y escritoras que atravesaron el mismo camino.

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Por ejemplo, también se me viene a la cabeza un poema de Mary Oliver en El pájaro rojo (Caleta Olivia): «Mañana, quién sabe./ Excepto que será tiempo, otra vez,/ para la reflexión, para la calma del espíritu». Hay una suerte de circularidad, de loop insalvable en todo esto, pero la particularidad es que cada vez se siente como nuevo: el poder de adaptación del ser humano es quizás lo que haga esta vida apenas un poco más soportable.

Cuando me reconozco perdido en el intento, solo queda el momento de la calma, de la reflexión, de leer señales en otros escritores y escritoras que atravesaron el mismo camino.

¿Es este texto una suerte de ayuda para quienes también se sienten perdidos? No lo creo. De hecho, yo tampoco sé muy bien de donde partí y a dónde voy a llegar con esto que estoy diciendo. Sin embargo, si la escritura genera que me pierda, la lectura es una suerte de anclaje. Perdido en el intento podría ser una nacionalidad, si lo pienso detenidamente. ¿Pero puedo pensarlo detenidamente mientras estoy perdido?

La duda puede confundirse con tristeza. Freno acá y tiro el ancla, recurro a Rebecca Solnit en Una guía sobre el arte de perderse (Fiordo): «¿Es que esa tristeza es simplemente un efecto secundario del arte que describe las cosas más profundas de nuestras vidas y verlas descritas, con toda su capacidad de hacernos sentir soledad y dolor, resulta hermoso?».

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