«Piel», un cuento de Andrew Porter

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Una pareja pausa el tiempo por un segundo para empezar a proyectar y predecir el futuro, el sabor agridulce de toda convivencia y también de toda soledad. Parte del libro La teoría de la luz y de la materia (China Editora, 2020), este relato breve de Andrew Porter (Estados Unidos, 1978) narra cómo el éxtasis del amor y la plenitud se vive con la infelicidad de un final inminente, en donde todo lo que se construye se hace sabiendo que va a desmoronarse. Traducción de Caterina Gostisa.



CHLOE Y YO ESTAMOS DESNUDOS, acostados en el piso de nuestro pequeño estudio bebiendo té helado. Es abril, increíblemente cálido para la época, y tenemos las ventanas abiertas y el ventilador prendido. Afuera llueve ligeramente, y debajo de nosotros, en la calle, podemos escuchar a niños chapoteando sobre el resbaladizo pavimento, y a nuestros vecinos dominicanos riéndose entre charcos de humo azul. Chloe apoya el vaso sudoroso de té helado sobre la piel pálida arriba de su ombligo y me hace prometerle que nunca la voy a dejar. Es un juego que le gusta hacer, así que le beso el hombro y se lo prometo. Ambos tenemos veintitrés y estamos recién casados, y de acá a seis meses nos mudaremos fuera del barrio a una pequeña casa en el norte de Houston. Como gesto hacia nuestra nueva vida, adoptaremos un pequeño labrador color negro, al que llamaremos Jack, y tres días después, como amamos tanto a Jack, compraremos otro —una cachorra, esta vez— para que le haga compañía. Tendremos un gran porche delantero y una hamaca, y cada noche nos sentaremos allí con nuestros perros a tomar Coronas heladas y a escuchar a Chet Baker, asombrados de vivir en una casa con garaje, y con un camino de entrada y árboles de jacarandá en flor en el jardín de adelante. En un año Chloe conseguirá un nuevo trabajo en una galería en el distrito del arte, y tres días después de su cumpleaños número veinticuatro, volverá a casa de su nuevo trabajo, como todas las noches, y se sentará a la mesa de la cocina frente a mí. Sus manos estarán húmedas, su cabello, despeinado. Estará tan seria que por un momento pensaré que me está haciendo una broma.  Encenderá un cigarrillo y cerrará los ojos. Tomará mi mano y me dirá que todavía no encuentra palabras para lo que necesita decirme.  Esa noche, más tarde, llamará a su madre en California y yo me quedaré sentado en la cocina, fumando, escuchándola llorar al teléfono en la otra punta de la casa. Ninguno de los dos dormirá esa noche, aunque tampoco nos hablaremos mucho. Nos acostaremos en la oscuridad calma, como dos extraños, y a la mañana siguiente, sin mirarnos a los ojos, conduciremos a través de la cola de un huracán hasta una pequeña clínica en las afueras de Houston, donde me sentaré solo en un cuarto oscuro, pensando en los nombres para el niño que acabamos de despachar con una firma.

Eso es lo que pasará. Pero esta noche, acostado en la alfombra suave color lima, junto a su cuerpo desnudo, escuchando la lluvia y las risas, solo estoy pensando en la piel de Chloe. La pálida piel de mi joven mujer, que es fría y suave como su nombre. Afuera, en las calles, la música vuelve a sonar, y Chloe se acerca rodando hasta mí y empieza nuevamente: primero besa mi pecho y luego comienza a bajar. Yo cierro los ojos, sabiendo que más tarde nos quedaremos dormidos juntos en nuestro estrecho colchón, como lo hacemos todas las noches, escuchando el viento que mueve las hojas de las palmeras tras la ventana, creyendo, en nuestros densos sueños, que de nada cruel somos capaces.

(Te puede interesar: “La teoría de la luz y la materia”, de Andrew Porter: la infelicidad sensible)


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