Un viaje al diario | Los besos y la ausencia

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Empezar a vivir en una ciudad, a sentirse parte, a adueñarse de sus recursos así como la ciudad se adueña de uno, implica sobre todo aprender los pequeños trucos y las trampas que se necesitan para sobrevivir. Creo que Barcelona, en definitiva, es el espacio que me resume en la actualidad: las puntas uniéndose, los distintos espacios conviviendo y entremezclándose.



Creo que es el momento de que estas columnas de viaje empiecen a terminar. ¿Cuánto más se puede decir de un lugar que empieza a ser una casa? ¿Cómo evitar que la capacidad de asombro disminuya? Como la emoción de una relación o la potencia de una buena noticia, el pico es el punto de llegada y, a la vez, el comienzo del descenso. Lo cierto es que Barcelona empieza a ser el escenario frecuente de mis días, de mis novedades, de lo malo y también de lo dichoso. 

Cada tanto me detengo a pensar en cómo llegué hasta acá y no obtengo respuesta. Otras veces me pregunto hacia dónde derivará todo esto, y tampoco puedo llegar a una conclusión. Las imágenes paganas se siguen desnudando en sueños que se agrandan y achican según la perspectiva. 

Así como Virus nos enseñó que un remolino mezcla los besos y la ausencia, la distancia es la encargada de agitar ese cóctel todo el tiempo. Cada tanto me detengo a pensar en cómo llegué hasta acá y no obtengo respuesta. Otras veces me pregunto hacia dónde derivará todo esto, y tampoco puedo llegar a una conclusión. Las imágenes paganas se siguen desnudando en sueños que se agrandan y achican según la perspectiva. 

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Barcelona, en tanto, se muestra como una ciudad versátil, que puede pasar de un costumbrismo único a una ciudad blanca que puede adoptar la forma de cualquier otra megalópolis. Los turistas invaden el centro al mismo tiempo que los barrios periféricos le dan la espalda a ese caos: los mercados locales, las pequeñas tiendas, los bares de las esquinas no conocen de gentrificación (todavía).



Empezar a vivir en una ciudad, a sentirse parte, a adueñarse de sus recursos así como la ciudad se adueña de uno, implica sobre todo aprender los pequeños trucos y las trampas que se necesitan para sobrevivir. Un haiku escrito por Jack Kerouac dice lo siguiente: “Las suelas de mis zapatillas/ están limpias/ de caminar bajo la lluvia”. En mi caso, las zapatillas acumulan la tierra de la burocracia, la rutina, las inmobiliarias, mientras que mi cabeza se cubre del polvo de los destinos que todavía no recorrí.

Mientras escribo este texto, intentando no ser interrumpido por la nostalgia, puedo ver por la ventana pequeñas colinas. En las zapatillas deportivas, al lado de la puerta, todavía quedan rastros de arena del fin de semana. 

¿Cómo es la tierra de Barcelona? Diversa, densa, cambiante. Así como las montañas bajas logran convivir con el mar en los extremos de la ciudad, cada distrito aporta un ambiente diferente que se nutre más o menos de cada uno de esos puntos de referencia. Mientras escribo este texto, intentando no ser interrumpido por la nostalgia, puedo ver por la ventana pequeñas colinas. En las zapatillas deportivas, al lado de la puerta, todavía quedan rastros de arena del fin de semana.

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Creo que Barcelona, en definitiva, es el espacio que me resume en la actualidad: las puntas uniéndose, los distintos espacios conviviendo y entremezclándose. Si cierro los ojos, puedo ver el Río de la Plata mientras escucho la marea leve del Mediterráneo. Si miro rápido, me confundo el metro con el subterráneo, ayudado por las conversaciones de otros argentinos que también están viviendo en Barcelona. Si me detengo en el cielo, el cinturón de Orión me hace recordar el cielo de Buenos Aires, pero la ausencia de la Cruz del Sur me indica que hay referencias que se pierden y se actualizan. Igual que los besos que se mezclan y extrañan en este remolino de más de 12.000 kilómetros de extensión.


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