«Nike Air», un cuento de Carolina Rack

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«¿O estoy viendo todo lindo por el porro? Siempre que fumo me veo más linda, ¿será por eso que fumo?», se lee al principio de este breve relato que forma parte del libro Las fórmulas (Overol, 2020). La protagonista narra a partir del ritmo del running una serie de ideas que van desde lo fantasioso hasta el pasado del cual se parte y también se tiene como punto de llegada, como una cinta de moebius sentimental. Carolina Rack (Provincia de Buenos Aires, 1981) es también autora de los libros de poesía Rubios naturales (2013) y Upé y Epú: Epupeya en once cantos y un encanto (2018). 



Nike Air

Ni bien me di vuelta en el probador, noté que las tiritas plateadas de esta calza dan un efecto casi mágico, levan­tan el culo, afinan las piernas y marcan la cadera. Ahora me miro en el espejo de casa y vuelvo a sentirlo; los espe­jos de los locales mienten, por eso siempre que llego vuel­vo a probarme la ropa; pero esta vez no hay diferencias, la calza me queda tan bien, puedo usarla con cualquier cosa, la musculosa puede ir bien ajustada, tiene una franja que disimula el rollito y enmarca las tetas, ¿o estoy viendo todo lindo por el porro? Siempre que fumo me veo más linda, ¿será por eso que fumo? ¿Será que en realidad soy así de linda siempre pero como ando de mal humor o muy estresada las cosas se vuelven pálidas? Porque no es que sin el porro me vea fea sino que casi no me veo o ni tengo interés, como si tuviera una neblina no muy espe­sa que me cubriese todo el tiempo y se despejara con el efecto del cannabis, porque es así: después de fumar todo brilla en el reflejo y afuera, los colores de la calle también. Chequeo que quede en orden la casa antes de salir a cami­nar, una vez me imaginé secuestrada, violada y asesinada durante una de mis caminatas y enseguida me preocupó pensar en toda la gente que llegaría a mi casa buscándo­me y la encontraría revuelta, con vasos desparramados, ropa húmeda dentro del lavarropas, imaginarían depre­sión y suicidio, nada que ver.

Tengo un itinerario fijo: salgo hacia la izquierda, tomo la senda peatonal que bordea las vías hasta que llega al cruce con la ruta, retomo el camino, cambia la vista y se siente como estar en otro lado, el cielo no es el mismo, el sol y mi sombra cambian de lugar; en la mitad del recorri­do, aproximadamente, llego hasta la fuente, no me deten­go pero hago más denso el paso, reviso bien la zona, las cinco esquinas que se juntan, me gustaría volver a verlo ahí. Sigo por la senda unos kilómetros hasta la gruta de la Virgen, el camino otra vez es el mismo pero con una vista diferente y llego a mi casa por la derecha. El pasto es más verde si pude fumar antes de salir y la coordinación entre mis pasos y la música de los auriculares es de coreógrafo profesional, juego al video perfecto, debería ponerme una cámara en el puente de mis anteojos de sol, una que regis­tre todo lo que veo y el ritmo de los pasos, eso debería ser suficiente, me gustaría compartirlo en las redes sociales, el video de mis caminatas, un video por día, registrar los cielos del pueblo a las dos de la tarde, las caras con las que nos saludamos cada vez y hasta dos veces, los vagones ne­gros, los nombres de las locomotoras —dicen que son los de la mujer o hija del maquinista—, los coches que pasan y no miro fijo pero registro por el rabillo del ojo (tengo que averiguar cómo podría hacer eso con una cámara) para no tener que ponerle cara de ojete a los que chiflan o tiran piropos; recién, por ejemplo, de esa camioneta que pasó me llegaron unas voces pero tengo el volumen de la música al máximo, llevo auriculares para mantener un rit­mo pero sobre todo para no tener que escuchar ni eso ni las charlas de las parejas de mujeres que adelanto en este camino de fitness doméstico. Bueno, terminaría mi cami­nata y subiría el video, esa aplicación sería mucho más bonita que contarles a todos cuántos kilómetros hice con mis Nike Air; además podría revisar el camino después, más tranquila y menos sedada, podría encontrarlo de re­pente en el video, dolería verlo solo ahí, pero sería mejor que no verlo. Debería hablar con algunos amigos que sa­ben mucho del tema y pensar cómo podríamos desarrollar una aplicación que permitiese filmar de un modo muy fácil, usando una minicámara con bluetooth conectada al celular, por ejemplo, si la pensamos bien podríamos ga­nar mucha plata, usaría esa plata para viajar. Primero iría al norte, travesías en 4×4 por pueblitos nada turísticos; después iría subiendo por Bolivia, la Isla del Sol, Perú, el Machu Picchu, las Montañitas de Ecuador y la selva, iría probando drogas nuevas, todas naturales, guiada por chamanes y podría armar un blog de viaje, escribir, subir fotos. Esquivo perros, cada vez que paso por esta cuadra esquivo perros, son unos que están todos juntos durmien­do la siesta al sol y no sé si algo en mis zapatillas los atrae, pero se acercan corriendo y empiezan a rodearme despa­cio, después se cruzan y tengo que esquivarlos, a los pocos metros de mi caminata entorpecida desarman esa secuen­cia y se echan otra vez; es un fenómeno rarísimo y siempre que me pasa digo que lo voy a googlear pero cuando lle­go a casa me olvido. Casi llego a la Virgen, hoy pego la vuelta rápido, otras veces entro en la ermita, me arrodillo y trato de mirarle la cara pero como está detrás de una reja es medio difícil verla entera, tengo que arrodillarme en algún lugar estratégico, esa cara cortada por los barro­tes trato de olvidarla porque es tétrica, deberían pensar en eso, por algo la gente no va tanto; es decir, van pero casi nadie se queda y eso seguro es por las rejas; me gustaría acordarme de qué virgen es esa pero el cartel debe estar medio escondido; uno de los perros fue hasta allá, alguien dejó un tacho de plástico debajo de la canilla y desde ese día siempre tiene agua, alguien pensó en todos los perros que acompañan a los caminantes, yo no puedo traer a mi perro: me estresa, tengo que estar pendiente de lo que hace, si persigue a otros perros, si ladra o molesta. Ya pego la vuelta y diviso un grupo de gente que se mueve rápido, no es una procesión, o sí, es la procesión de los runners, encaminados por un personal trainer que les va tirando consignas. Elongan, hacen abdominales, sentadillas, char­lan dos o tres cosas, toman agua y se van. No podría su­marme a ellos, las tareas deportivas solo puedo hacerlas sola porque es mi momento de liberación, me encantaría meterme en esa máquina de músculos que se mueve toda junta, sería lo más cercano a la experiencia del pogo en un recital, al menos para mí que ya no los frecuento, seguro también para ellos que pasaron los treinta y tienen pocas oportunidades de transpirar cerca de otra gente; nuestra generación ya no sale a bailar, salvo algunos solteros o solteras tristes, pero nos las rebuscamos: el gimnasio de crossfit o el de yoga, la alternativa que esté de moda para volver a vernos las caras, los cuerpos, esta vez con más luz, y movernos al compás de la serie que arman los profes. Pienso en eso mientras reviso el grupo y rastreo cada cara buscándolo, tampoco está ahí, sería raro, a él tampoco le gustaban los grupos tan reglados. Paso el puente chico y la sensación es siempre de confianza, el límite geográfico indica la cercanía con casa, está claro que salgo para dis­frutar de este momento en que reconozco el retorno y la nueva posibilidad de encontrarlo, no digo de ponernos a charlar, no puedo ni imaginar eso, pero al menos volver a verlo como aquel día cuando yo pasaba en el auto cer­ca de la fuente, a una velocidad media pero la justa para poder identificarlo: mi exnovio muerto con la mirada in­termedia, no en el piso pero tampoco demasiado alta, su ritmo acompasado y la ropa de los tempranos dos mil: big pants de jean, una remera grande, cinto como correa, mochila con parches punks y auriculares chiquitos.

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