Un viaje al diario | El fin de una era y la vida como una sitcom

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El fin de una era está frente a mis ojos. A partir de este momento, la memoria va a hacer el viejo truco de borrar los momentos incómodos y tristes para que la nostalgia adquiera un gusto dulce e irresistible. Las sitcoms de la infancia y adolescencia como una extraña educación sentimental. 



En Friends, cuando Rachel y Mónica dejan de vivir juntas, el personaje que encarna Jeniffer Aniston señala llorando: “Es el fin de una era”; en How I Met Your Mother, tanto la mudanza de Marshall primero, como de Robin después, marcan un antes y un después en la vida de cada uno de los personajes de la serie; En el capítulo final de The office, Andy Bernard (el reemplazo temporario de Michael Scott como jefe de la oficina), afirma con los ojos llorosos: “Me gustaría que existiera una manera de saber que estás en los buenos viejos tiempos antes de que los dejes».

Una suerte de camino inverso: más que reflejar la vida adulta, esa clase de series terminaron moldeando un ideal. Entonces, apareció la presión por vivir momentos únicos, tener anécdotas inolvidables y, sobre todo, poseer un estado de ánimo acorde para disfrutarlas.

Ahora que nos vamos de este pequeño pueblo italiano, también viene a mi cabeza la idea del fin de una era. ¿Cuánto tiempo estuvimos pensando en este momento y ahora ya empezó a acomodarse en el desordenado depósito de la memoria? Mientras transito estos últimos días, esos momentos de esas sitcoms se hicieron presente. Y no es casualidad que sean ese tipo de series y no otras producciones artísticas como películas, libros o canciones. 

En mi infancia, con un consumo de televisión elevado como el de la mayoría de mi generación, eran las sitcoms las que marcaban la agenda del día. El resultado de ese sobreestímulo de supuestas escenas de la vida cotidiana, pienso ahora con mis 31 años, nos hizo creer que nuestra vida debería ser de esa manera. Una suerte de camino inverso: más que reflejar la vida adulta, esa clase de series terminaron moldeando un ideal. Entonces, apareció la presión por vivir momentos únicos, tener anécdotas inolvidables y, sobre todo, poseer un estado de ánimo acorde para disfrutarlas. 

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Por supuesto, ese plan está lleno de puntos ciegos y casi nunca funciona. Ese desfasaje tiene como resultante una infelicidad mayor a la que deberíamos: ¿por qué no soy feliz como los demás? En tiempos de exposición y redes sociales, los recortes editados de las vidas ajenas potencian esa incomodidad y al final de cuentas podemos sentirnos como el principio de este poema de Claudia Masin: “No sé hablar como hablan las personas./ Dentro, muy dentro de mí/ llama una voz, yo no comprendo/ lo que dice. Y cómo habría/ de contarle a los demás/ lo que no sé”.

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En el medio de estos meses en Molise, la región con menos marketing de toda Italia, pasaron las fiestas de fin de año y también mi cumpleaños. Esa acumulación de fechas cargadas de significados y presiones, a la distancia, no hizo más que empujarme a pensar en el mismo interrogante que me despertaban esas sitcoms: ¿por qué no puedo tener una vida normal? O, en otras palabras, ¿por qué mi estado de ánimo no se parece al de los demás?

La búsqueda de la felicidad, en mi generación, es un horizonte que nos obliga a movernos, pero que no tiene en cuenta el camino. Incluso, más que un horizonte, la felicidad que buscamos puede ser un espejismo. Es decir, algo que luce real, que evidentemente se siente como real, pero que ni bien nos acercamos, ya no lo es. 

Con un poco más de calma, esas preguntas fueron cambiando su tono agresivo punzante por el de una invitación a la reflexión. Como ese poema de Mariano Blatt que empieza con una suerte de mantra: “Traaaanquilo, Mariano. no vas a poder describir en este momento, este momento”. Como consecuencia de esa inmersión, pude ordenar un poco mejor las ideas: la búsqueda de la felicidad, en mi generación, es un horizonte que nos obliga a movernos, pero que no tiene en cuenta el camino. Incluso, más que un horizonte, la felicidad que buscamos puede ser un espejismo. Es decir, algo que luce real, que evidentemente se siente como real, pero que ni bien nos acercamos, ya no lo es. 

El fin de una era está frente a mis ojos. A partir de este momento, la memoria va a hacer el viejo truco de borrar los momentos incómodos y tristes para que la nostalgia adquiera un gusto dulce e irresistible. Sobre el futuro, no puedo decir nada porque todavía no me incluye. Pero sobre este pasado que empiezo a abandonar, puedo recurrir a una canción hipnótica de Juana Molina: “¿Quién decidió determinar que es un adiós?/ Lo decidí yo”.

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