Del espacio profundo a la rutina en la Tierra, de Al Worden

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En Regreso a la Tierra (Gris Tormenta, 2022) se pueden encontrar memorias, anotaciones y reflexiones de nueve astronautas al volver del espacio al planeta Tierra. Los pensamientos psicológicos, filosóficos e incluso físicos tienen lugar después del aterrizaje. ¿Cómo cambia la percepción del planeta de aquellos que pudieron reflexionar sobre él desde la inmensa lejanía? A continuación, uno de los textos escrito por Al Worden, el cual compone la antología junto a Con textos de Neil Armstrong, Edgar Mitchell, Valentín Lébedev, Mike Mullane, Rodolfo Neri Vela, Anousheh Ansari, Chris Hadfield, Scott Kelly, Ross Andersen y Elon Musk.



Del espacio profundo a la rutina en la Tierra – Al Worden

Entre la Tierra y la Luna

Mis días de trabajo eran intensos, pero flotaba, así que no consumía mucha energía. En tierra me habían asignado siete u ocho horas de sueño. Me di cuenta que solo necesitaba tres o cuatro. No porque estuviera nervioso; más bien estaba emocionado. Tenía mucho que hacer. No avisaba al control de la misión que estaba despierto. Parte de ese tiempo lo usaba para terminar experimentos y tomar fotografías, pero también tenía horas libres alrededor de la Luna solo para mirar hacia afuera, asombrarme y pensar. […] Sabía que nunca regresaría, así que me aseguré de absorber cada sensación, cada experiencia. También creía que no lo hacía solo para mí. Después de la nuestra, quedaban dos misiones lunares nada más; comprendía que iban a pasar varios años antes de que los humanos pudieran regresar. Necesitaba sentirlo por todos.

Giré alrededor de la Luna hasta el punto donde ni la luz del Sol ni el brillo de la Tierra podían alcanzarme. La Luna era un círculo de un negro sólido y profundo, y solo podía adivinar sus límites ahí donde las estrellas desaparecían. En la quietud y la oscuridad me sentía como un ave nocturna, planeando suavemente y dando vueltas a su alrededor sin llegar a tocarla jamás.

Apagué las luces de la cabina. Las estrellas se extendían sin fin. Podía ver muchas más estrellas —decenas o cientos de veces más— que en la noche más oscura y transparente en la Tierra.

Sin atmósfera que difuminara su luz, podía verlas todas hasta los límites de mi vista. Eran tantas que ya no podía encontrar las constelaciones. Mis ojos estaban colmados de un gran resplandor de luz estelar.

A diferencia de otros astronautas, que solo tenían tiempo para vistazos apresurados, yo tuve muchas horas, durante varios días, para observar este paisaje alucinante y reflexionar sobre su significado. El universo era mucho más de lo que alguna vez hubiera podido imaginar.

Eso me hizo pensar en nuestro concepto del universo. No podemos ver mucho de él desde la Tierra, al menos no a simple vista. Entre más sabemos, a través de telescopios, más cambia la concepción que tenemos de él. Solo podemos dar sentido a lo que podemos observar. Ahora, al ver mucho más con mis propios ojos, podía sentir cómo mi percepción cambiaba con rapidez. Ahí afuera había mucho más de lo que nuestras filosofías terrenales pudieran hacernos creer.

Con cientos de miles de millones de galaxias en el universo, pensé que sería ingenuo creer que éramos la única expresión de vida. Si tan solo un porcentaje ínfimo de las estrellas resplandecientes que veía tenían planetas similares a la Tierra, la vida podía estar en todas partes. Si nuestro sistema solar es un proceso natural, entonces el resto del universo debería seguir patrones semejantes. ¿Y si la vida, de hecho, hubiera llegado a la Tierra de algún otro lugar en el universo? Mi mente se aceleraba con estas posibilidades.

¿Era el programa espacial algo más que un programa de ingeniería? ¿Podría ser parte de nuestra vocación genética? Tal vez no me encontraba dando vueltas alrededor de la Luna por una decisión política, o por la Guerra Fría, sino porque estamos programados mentalmente para explorar el espacio. En unos miles de millones de años nuestro sol morirá. ¿Tal vez la vida se mueva de estrella en estrella, durante milenios, rehusándose a quedarse atrás y extinguirse? Apolo podría ser el primer paso de ese instinto de supervivencia programado.

Veía el resplandor inmenso de las estrellas y me imaginaba la vida allá afuera como algo continuo, como semillas que vuelan por los aires, algunas sobreviviendo, otras no. Me imaginaba la vida extendiéndose entre los astros, eterna, siempre ahí, adaptándose, propagándose, impulsada por la sobrevivencia.

Estos sentimientos se amplificaban con la sensación de ingravidez. Parecía tan natural, tan confortable: era como si volviera a casa. Como si ya hubiera estado en esta situación o como si el espacio fuera mi sitio. Viajar a través de él, quizá, era el estado natural de los humanos.

No llegué a ninguna conclusión. Todavía no sé qué hay allá afuera. Lo que percibí con mucha fuerza es que como especie no hemos experimentado todavía lo suficiente del universo. Todo lo que ahora creemos podría ser inexacto. Hemos desarrollado nuestras ideas apoyándonos solo en lo que podemos ver, tocar y medir. Ahora vislumbraba el infinito y podía intuir sutilmente —aunque no comprender— el viaje que los humanos tenían por delante.

Fue una lección de humildad para un niño de campo de Míchigan cuya mayor preocupación en algún momento fueron doce hectáreas de pasto. Solo, del otro lado de la Luna, en la oscuridad, tan lejos como era posible de otros humanos, me sumergí en la experiencia por varios días y largas noches sin dormir. Sigo ponderando, décadas después, lo que absorbí en esas horas intensas.

[…]

Dejamos la Luna a una velocidad de nueve mil kilómetros por hora, con la nave girada de tal forma que pudiéramos ver hacia atrás y usar casi toda la película que nos quedaba para capturar la Luna que disminuía rápidamente. «Estamos anonadados viendo esta cosa —dijo Dave al control de la misión—. Es asombroso, parece que estamos yendo directo hacia arriba —agregó, comentando sobre nuestro nuevo incremento de velocidad—. Nos estamos yendo, no hay duda de eso.»

Desde el primer vistazo por la ventana quedaba claro que la Luna se estaba encogiendo. Y el ángulo dramático del Sol realzaba nuevos rasgos en la superficie mientras nos alejábamos. Por primera vez podíamos ver algunas zonas del polo sur lunar y el inmenso cráter Tycho, y tomé fotografías con una mezcla de fascinación y tristeza. Nunca volvería a verlos de cerca.

«Es una muy buena vista después de todos esos días de dar vueltas y vueltas, ¿no?», dijo Dick Gordon desde el control de la misión.

«Ya lo creo —respondí, mientras inspeccionaba el terreno rugoso que se extendía hacia nosotros—. Estamos viendo un nuevo territorio.» Por primera vez en una semana, podía observar la esfera completa de la Luna a través de una ventana. «La puedes ver toda de golpe, ¡y qué golpe!» Continué describiendo flujos de lava que no habíamos detectado antes hasta que los detalles se hicieron muy difíciles de distinguir.

Manipulé algunos experimentos en el módulo de instrumentos científicos, puse la nave espacial en «modo de asador» nuevamente y me instalé para el regreso a nuestro planeta. El control de la misión se desconectó, recordándonos que «estaremos vigilándolos todo el tiempo mientras duermen». Antes de que el día terminara, Dave compartió una frase simpática con Houston. «Tuvimos de nuevo una votación unánime aquí arriba. Fue realmente un viaje increíble.»

Pareciera como si la misión hubiera terminado. Pero mientras me preparaba para dormir, sabía que el día siguiente sería uno de los más importantes de mi carrera como astronauta. Iba a realizar la primera caminata espacial en el espacio profundo.

Cuando desperté a la mañana siguiente, lo primero que tenía que hacer eran algunas tareas de navegación. Teníamos solo una posibilidad para regresar a casa, y quería asegurarme de estar en el curso correcto desde el principio. Houston nos vigilaba para estar seguros de que no nos desviáramos de una trayectoria general predeterminada, pero yo esperaba probar que era posible navegar el trayecto entre la Tierra y la Luna sin su ayuda. Tenía que apuntar la nave hacia una ranura muy angosta en el horizonte de un planeta a decenas de miles de kilómetros de distancia, y no había margen de error. A esa distancia de la Tierra, los cambios más leves en la dirección podrían resultar en graves errores una vez que completáramos la distancia restante del viaje.

Usé mi sextante para medir el ángulo entre el horizonte de la Tierra y mis estrellas preseleccionadas. Pero también tuve que escoger el punto correcto en ese horizonte. Nuestro planeta tiene casi trece mil kilómetros de diámetro, pero la atmósfera tiene un grosor de apenas ochenta kilómetros. Podría parecer algo mínimo —y se veía realmente diminuto desde tan lejos—, pero ochenta kilómetros era un margen muy holgado para lo que necesitaba hacer. Requería más precisión.

En el entrenamiento había calibrado mi ojo para una parte específica de la atmósfera. Entre la superficie de la Tierra y la negrura del espacio, la atmósfera se veía como una serie de bandas delgadas de diferentes colores, sobre todo rojos, magentas y azules en tonos sutilmente distintos. En las simulaciones en tierra había aprendido a identificar una delgada capa de color que fuera consistente. Al alejarnos de la Luna, buscaba un azul claro en particular dentro de la atmósfera mientras navegaba, y esto reducía el grosor de ochenta kilómetros a un rango mucho más pequeño. Funcionó aun mejor que en los simuladores: íbamos decididamente por buen camino.

El control de la misión se puso en contacto de nuevo y, entre bromas, me felicitaron por la navegación precisa. «Te van a otorgar el galardón honorario “Premio de Navegación Vasco da Gama” por la excelencia de este viaje», se burlaba Joe Allen, haciendo referencia al primer explorador portugués que viajó por el mar, de Portugal a la India y de regreso, lo que se sumaba a lo que había en mi mente en ese momento.

«Toma en cuenta —agregó Joe— que están saliendo de la esfera de influencia lunar, y a partir de ahora todo es cuesta abajo.» Todavía estábamos mucho más cerca de la Luna que de la Tierra, pero como nuestro planeta es mucho más grande, su gravedad nos atraía con más fuerza. Estábamos realmente cayendo a la Tierra. Para nosotros no significaba nada: mientras la nave atravesaba el negro espacio vacío como un disparo, no había sensación física de movimiento ni indicación exterior de nuestra velocidad increíble.

Había una ligera sensación de desconexión en el viaje tan largo entre la Tierra y la Luna. En cualquier otro momento, aun en la Luna o en la órbita lunar, había tenido la sensación de que había un suelo debajo de mí. Ahora, tanto la Tierra como la Luna eran lugares remotos, lejanos. Eso me resultaba muy estimulante. Ver el Sol, la Tierra y la Luna en secuencia mientras nuestra nave espacial giraba lentamente me hizo pensar más acerca de la Luna rotando alrededor de la Tierra, que a su vez rotaba alrededor del Sol. Lo había leído en la escuela, mi mente lo sabía. Pero estar en el espacio profundo y verlo de cerca me hizo sentido en un nivel más complejo. La especie humana me parecía a la vez más y menos significante: menos, pues me sentía diminuto en esta vasta negrura; más, porque era capaz de verla y explorarla.

Llegó el momento en que los tres teníamos que meternos de nuevo en los trajes espaciales y ayudarnos mutuamente a cerrarlos. Cubrimos los interruptores de los tableros de control para no golpearlos al salir flotando. Desactivé algunos de los propulsores de la nave: lo último que necesitaba era que uno de ellos se encendiera mientras flotaba cerca de él. También guardamos y aseguramos objetos sueltos en la cabina. Después del trabajo que Dave y Jim habían hecho para recolectar rocas lunares y ponerlas en contenedores de muestras, no queríamos que escaparan volando por la escotilla. Trabajamos con calma y cuidado durante todos los preparativos para mi caminata espacial y todo sucedió sin contratiempos. Estaba feliz porque estábamos a punto de hacer algo que no se había intentando antes en el programa espacial.

«Despresurización autorizada», dijeron desde el control de la misión. Lentamente, a través de una válvula especial en la escotilla, comenzamos a dejar salir el oxígeno de la cabina. Todo en la nave espacial se veía igual, pero sabía que si me quitaba el casco en ese momento, moriría. El interior del Endeavour quedó de pronto tan desprovisto de aire como el espacio interestelar por el que viajábamos.

«Estamos listos para abrir la escotilla», dijo Dave. «De acuerdo. Pueden abrirla.» Oprimí el botón de seguridad, diseñado para que la escotilla no pudiera ser abierta por error —siempre una sabia precaución en el espacio. Empujé la palanca para hacer girar las cerraduras y sacarlas de su posición de bloqueo. Luego, empujando con cuidado, abrí la escotilla.

Sin contar que unos días antes había flotado brevemente en el Falcon, llevaba once días confinado dentro del Endeavour. La última vez que crucé esta escotilla para salir fue en la plataforma de lanzamiento en Florida. Ahora, a trescientos quince mil kilómetros de ahí, estaba a punto de salir flotando al espacio exterior entre la Tierra y la Luna. Era una idea alucinante.

«La escotilla está abierta», anuncié. La forma cuadrada de la escotilla enmarcaba solo una profunda negrura. Saqué la cabeza e instalé con cuidado una cámara de televisión y una cámara de película en el borde para que capturaran mi caminata espacial. Luego, agarrándome del pasamanos más cercano, salí flotando silenciosamente al vacío.

Me detuve un momento y esperé a que Jim asomara la cabeza por la escotilla detrás de mí. Él se quedaría ahí y me observaría mientras yo avanzaba hacia uno de los costados de la nave. Además del módulo de servicio brillando con la luz del sol, todo lo demás era de un negro profundo ahí afuera. Observé toda la longitud del módulo de instrumentos científicos. «La cámara de mapeo está totalmente extendida», reporté al control de la misión. Era uno de los equipos que había comenzado a fallar a medida que avanzaba el vuelo, y sospechaba que ya no podía retraerse por completo a su alojamiento. En efecto, estaba sobresaliendo. Eso podría complicar un poco la caminata espacial pues tendría que pasar flotando sobre ella sin soltarme del pasamanos. «¿Estás listo, Jim? —le pregunté—. Comenzaré a ir hacia abajo.»

Después de once días en el espacio, estaba acostumbrado a la ingravidez. Trabajar afuera resultó ser mucho más simple de lo que pensaba. Con la mano en un pasamanos, podía girar mi cuerpo con la muñeca. El módulo de instrumentos científicos estaba ligeramente a la izquierda de la escotilla, por lo que primero necesitaba cruzar el frente del Endeavour. Dejé que mis piernas flotaran y luego giré y comencé a bajar por el costado de la nave, una mano tras otra, nunca usando los pies. Era aun más fácil que en el tanque de entrenamiento acuático.

Floté sobre la cámara de mapeo, luego me di vuelta en el pasamanos, poniendo mis pies en retenciones especiales. Eché un vistazo rápido alrededor mientras Jim flotaba a su posición.

Hasta este momento realmente no había tenido una idea clara de dónde estaba. De pie ahí, sobre un costado de la nave, sujetado solo por los pies y el umbilical que salía holgadamente de la escotilla, tuve una sensación momentánea de estar en lo profundo del océano, en la oscuridad, al lado de una enorme ballena blanca. El Sol estaba detrás de mí, en un ángulo inferior, por lo que todas las salientes en el exterior del módulo de servicio proyectaban una sombra dura. No me atrevía a mirar hacia el Sol, pues sabía que su brillo sería cegador. Hacia el otro lado y a mi alrededor no había, en absoluto, nada. Es una sensación imposible de experimentar a menos que flotes a decenas de miles de kilómetros del planeta más cercano. Esto no era agua oscura y profunda, o cielo nocturno, o ningún otro espacio abierto que pudiera comprender. La negrura desafiaba el entendimiento porque se extendía por miles de millones de kilómetros.

[…] Me di cuenta que tenía un punto de vista único: podía ver la Luna completa si miraba en una dirección. Si volteaba la cabeza, podía ver la Tierra completa. Esta vista era imposible desde la Tierra o la Luna. Tenía que estar lo suficientemente lejos de ambas. En toda la historia de la humanidad nadie había podido ver lo que yo veía solo volteando la cabeza. Era increíble.[…]


Volver a casa

¿Has estado fuera unas largas vacaciones? Entonces conocerás la sensación de meter la llave por primera vez en la puerta de tu casa y cerrarla detrás de ti. Después de esos días tan memorables, el departamento parecía tan tranquilo. Todo estaba donde lo dejé. Tenía correo para revisar, tareas que hacer. Era hora de regresar a la vida normal.

Tuve una experiencia extraña la mañana después de volver a casa. Cuando salí temprano del departamento para recoger el periódico, vi la Luna en el cielo. Me impresionó verla. Era extraño pensar que había estado ahí hace apenas unos días, volando a través de sus cimas y valles. La Luna se veía tan distinta ahora, tan lejana. Me dio realmente una nueva perspectiva de lo lejos que habíamos viajado.

Me habían pedido que no desayunara ese día y que regresara a la oficina para someterme a más pruebas médicas. Entonces comenzamos con muchos, muchos días de interrogatorios. Los coordinadores de la misión querían revisar cada detalle de nuestro plan de vuelo, aún reciente en nuestra memoria. Así que nos sentamos alrededor de una mesa y repasamos cada momento de la misión, reviviendo todos los detalles para los ingenieros. Pasamos más o menos el mismo tiempo en esos interrogatorios que lo que habíamos estado en vuelo durante la misión. Fue el mismo tiempo que le tomó también a nuestros cuerpos volver a la normalidad.

Por varios días tuve que tener mucho cuidado al caminar y al agacharme por algo. Era más difícil aprender a ajustarse a la Tierra que al espacio —algo mentalmente relacionado con volver a casa. En el espacio era muy consciente de que estaba aprendiendo nuevas formas de moverme. Al regresar a la Tierra todo me era familiar, así que me relajé y no pensé mucho en ello. De manera inconsciente, empujaba una mesa para que se fuera flotando, o trataba de dejar un objeto colgando en el aire. Tuve que enseñarme de nuevo cómo vivir en la gravedad de la Tierra.

De los tres, Jim era el que se encontraba peor. Todavía se sentía inestable de pie y perdía el equilibrio cuando se acostaba para dormir. Siempre pensé en él como el tipo de persona que levanta pesas y hace ejercicio, así que me sorprendía verlo tan agotado.

[…] Dave también estaba teniendo problemas para dormir porque tenía un dolor en el hombro, algo que nuestros médicos de vuelo ignoraron. Pero Dee O’Hara se encargó de que recibiera un tratamiento privado y mejoró. Yo tenía problemas para dormir por una razón distinta. No podía sacar a todas esas personas de mi departamento.

A diferencia de las tripulaciones de misiones lunares anteriores, a nosotros no nos pusieron en cuarentena porque los doctores habían decidido que no había riesgo de que regresáramos con gérmenes lunares. Casi habría deseado la cuarentena porque hubiéramos podido continuar con los interrogatorios sin ninguna distracción.

El caso es que iba a trabajar, estaba todo el día en interrogatorios y cuando llegaba a casa por la noche siempre pasaba algo. Muchas de las personas que vivían en mi complejo de departamentos pasaban a visitarme para tomar algo y charlar. Solo querían estar cerca de alguien que había regresado de la Luna. Siempre he sido sociable y disfruto de su compañía, pero tarde o temprano, todas las noches, tenía que echarlos de casa.

Entonces me sentaba en la sala y apagaba todas las luces, pero no tenía sueño. Estaba demasiado cansado. Al final dormía unas cinco horas, me costaba mucho despertar y volvía a los interrogatorios un día tras otro.

[…] Aunque hablaba del vuelo todos los días en la oficina, la misión comenzó a adquirir un aire de irrealidad. Era como si de niño hubiera ido al cine de mi padre y me hubiera sumergido por completo en una película, olvidándome que afuera había otro mundo. Ahora la película había terminado y me encontraba afuera, en la calle, con autos y personas pasando, de regreso en el mundo real. El vuelo a la Luna fue un episodio en mi vida que se sintió totalmente fuera de contexto; no sabía cómo registrarlo en mi mente.

En las noches me sentaba en la sala muy despierto. Había calma y paz, pero mi cerebro seguía a toda velocidad. Entonces tomaba unos viejos blocs de notas manchados de café y me ponía a escribir mis impresiones del vuelo, aún muy vivas. Al contrario de los interrogatorios técnicos, revivía el vuelo con emociones y recuerdos visuales. Las palabras fluían con libertad y facilidad, y después de dejarlas descansar por un tiempo me di cuenta que había escrito algo que podría describirse mejor como poesía.

Durante años no hice nada con esos papeles. Pero cuando se los mencioné a unos amigos en un grupo de poesía de Houston, se entusiasmaron con la idea de que fueran los primeros poemas escritos por alguien que había viajado a la Luna. Dijeron que debía publicarlos. Dejé los poemas en un cajón unos años más, pero al final los publiqué en un libro llamado Hello Earth: Greetings from Endeavour.



Al Worden (Jackson, 1932 – Sugar Land, 2020) fue seleccionado por la NASA en 1966. En 1971 realizó su único viaje al espacio, como piloto del módulo de mando del Apolo 15, que aterrizó en la Luna. A su regreso, continuó trabajando en la NASA y transmitiendo su conocimiento a niños y adultos en programas televisivos y escritos.


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