Ida: la paleta de colores del blanco y negro

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Una película como Ida hace pensar por qué otras necesitan del color, si una historia tan hermosa y profunda puede contarse en blanco y negro. El film nos sitúa en un convento de la Polonia soviética de posguerra, donde encontramos a Ida (quien hasta ese momento pensaba llamarse Anna), una joven monja que no conoce el mundo exterior al convento y que, a días de tomar sus votos, se entera de que tiene un familiar vivo que quiere conocerla. Alentada por la Madre Superiora, arma su valija y se dirige a la ciudad a encontrar a su tía Wanda y reconstruir ese pasado familiar que nunca imaginó conocer. Al llegar a la casa, Wanda le contará un detalle importante sobre su vida: su nombre real es Ida Lebenstein y es judía. Una monja judía.

Al enterarse de la verdad, Ida quiere conocer la tumba de sus padres. Pero lamentablemente nadie sabe dónde están: Wanda sólo sabe que fueron asesinados durante la guerra. Así comienzan una travesía para encontrar ese pasado perdido que, más que eso, será un viaje hacia lo más profundo de los sentimientos de ambas. La oposición entre estos dos personajes es, en parte, el hilo conductor de la película. Wanda es una mujer fría e independiente que participó en los juicios del fin de la guerra y que confiesa haber condenado a muerte a varias personas. Hoy pasa sus días emborrachándose y prostituyéndose por los bares de Polonia. Sus comentarios burlones hacia Ida sobre su religión y castidad son puntos fuertes de la película, aunque también puede verse que detrás de esa máscara de frialdad, Wanda siente mucha culpa y apego por Ida, quien a su vez en este viaje se replanteará su vida entera al conocer el mundo de posibilidades que se extiende por fuera de las puertas del convento.

Esta película no trata el Holocausto sino lo que quedó de él años después. Nadie quiere recordar, todos intentan ignorar el pasado reciente en medio de una ciudad gris e inmóvil que es perfectamente eternizada por el director a través de los planos largos y sus silencios. A pesar de eso, la película no tiene ni una escena de más: en sólo 80 minutos logra contar una historia personal, profunda y emotiva que sumerge al espectador en un mundo diferente y en la cabeza de alguien diferente. Luego de haber viajado por todo el mundo acumulando reconocimientos en numerosos festivales, hoy finalmente se estrena en Argentina. Ida es una de esas películas de las cuales es difícil desconectarse cuando se prenden las luces de la sala. Hay algo en esa mirada, en los diálogos medidos y sobre todo en los silencios, que se queda adentro al salir del cine. Verdaderamente una joya para disfrutar dejando los prejuicios (y los pochoclos) en la puerta.

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