Charles Bukowski: Porquería de mundo

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Es fácil recordar a alguien por lo último que se dijo de él. En este caso, hablamos de un viejo excéntrico y tardíamente millonario, bebedor y fumador constante, escritor de malas palabras y, sin embargo, aclamado mundialmente por su proverbial talento literario. El mismo que la primera vez que probó vino escribió: “Con eso, la vida era maravillosa, un hombre era perfecto, nada lo podía tocar”; el que expresaba su desencanto con una vida miserable, un sistema opresor y la mala suerte de los hombres en este mundo a través de una simple pero inimitable respuesta: “Todo caga hasta que revienta”. Esto es lo que queda de aquél gran escritor que no supo bien para dónde ir, pero que igual llegó donde lo esperaban. Reduccionismos de la vida de una persona que nos llevan a pensar que hubo un solo Charles Bukowski: el que los medios dijeron que debía ser.

Y en cierto modo lo fue. Todo hombre es –en un sentido casi maquiavélico de la existencia– lo que se dice de él. Pero detrás del “viejo indecente”, como él mismo decidió llamarse, se escondía un niño temeroso, extranjero en su propia ciudad, preso de un padre que desaparecía desde la mañana, volvía al anochecer y le pegaba con un cinturón de cuero. Un padre que quemaba sus primeros manuscritos, esos escritos en un triste cuaderno de colegio sobre la vida de un aviador alemán en la Primera Guerra Mundial, y se enojaba con él por sus intereses “inútiles”. Una historia que parecía ser la antítesis perfecta del cuento de hadas norteamericano. Y él: apenas un niño de ojos entristecidos, acosado permanentemente por un acné que los médicos del Hospital Público dijeron “nunca antes haber visto” y que dejó en su rostro las huellas más profundas –como cráteres solemnes– de una dolorosa juventud. Años después, él mismo escribiría: “Experimentaban con los pobres, y si funcionaba, lo usaban para los ricos. Y si no, siempre había más pobres”.

Con la Segunda Guerra Mundial a bordo, Bukowski fue a probar suerte a Nueva York escapando de una causa que no consideraba suya. El FBI trató de arrestarlo por “evasión de la conscripción obligatoria”, pero como no aprobó el examen psicológico del Ejército, fue perdonado de ir a la guerra. Libre –y más preso que nunca de su adicción– pasó diez años de su vida visitando cabarets, prostíbulos, cantinas de mala muerte y prostitutas baratas. A los 35 años, la muerte lo rozó deseosa de abrazarlo por siempre: le diagnosticaron hemorragia estomacal y su médico le dijo que si bebía un trago más, se moriría. Pero él decidió poner en cuestión el diagnóstico y vivió hasta los 73 años bebiendo y fumando todos los días. Lejos habían quedado los días en que su maestra de quinto grado lo felicitaba por una crónica inventada sobre la visita del presidente Herbert Hoover a Los Ángeles. En lugar de explotar ese prometedor talento que él mismo desconocía en sí, el autor se dedicó a apostar en carreras de caballo –a veces con más suerte que otras–, a dormir en camas extrañas y –a falta de cama- en pisos y cordones. Hasta ahora parece la vida de quien nace para morir sin suerte.

Y es que todos los indicios apuntaban a una muerte temprana a causa de una vida paupérrima. La suerte se haría esperar y llegaría sorpresiva –y tardíamente– a sus 49 años cuando John Martin, de Black Sparrow Press, reconoció su talento y prometió pagarle 100 dólares por el resto de su vida si se dedicaba a escribir. “Tengo dos opciones” –explicaba Charles en una carta– “permanecer en la oficina de correos y volverme loco… o quedarme fuera y jugar a ser escritor y morirme de hambre. He decidido morir de hambre”. Al fin de cuentas, Bukowski escribió más de 50 libros: sus malas palabras, su sexo desnudo y natural en las páginas, el alcohol que todavía se huele en sus frondosos versos y sus vívidos relatos sobre la violencia doméstica yacen plasmados con simpleza y una extraordinaria visión en ellos. Estos libros son lo que queda de él.

Pero detrás de ese fantasma de Bukowski reluce otra parte de su esencia que quedó relegada a las sombras del tiempo: la parte que los medios eligieron no ver. ¿Por qué? Quizás porque la vida miserable de un hombre y su descarado (y encantador) talento para las groserías vale más que la imagen de un ciudadano comprometido, crítico del sistema, político apolítico y de sutil galantería. Y tiende uno a olvidarse de ese poema abandonado en el que el mismo escritor decía: “Aquí, en Estados Unidos, hemos asesinado a un presidente y a su hermano, otro presidente ha tenido que dejar el cargo. La gente que cree en la política es como la gente que cree en dios: sorben aire con pajitas torcidas. No hay dios, no hay política, no hay paz”. El mismo escritor que en una entrevista dijo ser un tipo bueno, y por esas mismas razones, utilizado por las mujeres, por los oportunistas, por amigos de turno. Si olvidáramos ese Bukowski, estaríamos apenas rozando los pies en el profundo océano de la esencia de su obra.



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