«Basura»: un fragmento de una novela de Sylvia Aguilar Zéleny

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Basura (Tránsito, 2022), de la escritora mexicana Sylvia Aguilar Zéleny, narra la vida de tres mujeres que viven cerca de un basurero en la Ciudad Juárez, México. Con dosis de suspenso y ternura, la novela aborda la marginalidad, la violencia y  el abandono y reflexiona sobre lo que sucede en los territorios fronterizos.



La casa era pequeña. Una de esas casas con comida a diario. Tenía las cuatro paredes. Firmes todas. Tenía ventanas, puerta y chapa. Una buena chapa. Tenía dos catres, tres sillas, una mesa y una estufita; tenía tazas , platos, cucharas, cuchillos. La casa tenía chapa.

En esa casa vivía yo con ella.

Si cierro los ojos la veo a ella. La cara como recién lavada. El cabello recogido en una coleta. El delantal siempre sobre su ropa, sus bolsas delanteras llenas de llaves, monedas, billetes de a veinte, una estampita de la virgen, hilo. Una aguja ensartada en el carrete de hilo.

Ella trabajaba limpiando casas en el otro lado, ahí con los gringos o para mexicanos que vivían con gringos, no sé. Solo sé que cruzaba el puente del centro todos los días para llegar a gringolandia. Es una chinga ese ir y venir, pero una chinga bien pagada, decía a quien se le cruzara. El delantal guardado en la bolsa, para que los migras no creyeran que trabajaba allá. A veces empujaba un carrito de esos de supermercado que agarraba de no sé dónde. Un carrito cargado de cosas. Los gringos, o los mexicanos, que vivían como gringos, siempre le daban comida, ropa, zapatos, así. Era raro que llegara con las manos vacías. Y no importa lo que trajera yo siempre me ponía feliz.

Porque si cierro los ojos me veo a mí también, pero no como soy ahora, sino como era entonces, chiquita, pendeja, bien lela, viéndola adorándola. Pendeja.



En una de esas casas para las que trabajaba había niñas. Lo sé porque a veces llegaba con cosas sólo para mí: zapatos, juguetes, libros, camisetas con la cara de Barbie. Las niñas ya no usan esto, las niñas ya no juegan con esto, las niñas ya no quieren esto, me decía. Todo, les dan todo. Nomás estiran la mano y tienen lo que quieren. Ve nomás, todo lo dejan nuevo, has de cuenta que estás estrenando, Alicia, a ver mídete esto, ahora póntelo con estos tenis, te digo, bien nuevitos.

A mí la ropa me daba como igual, pero más me gustaban los libros que también me traía. Ya los leyeron decía. Y yo feliz, feliz porque en los libros había hadas, sapos encantados, conejos con reloj. TAmbién traje juguetes, decía, mirá ni parece que los tocaron alguna vez. Los juguetes no eran juguetes, eran juegos de mesa para dos o más, cosas para ponerte a pensar, rompecabezas dificilísimos de armar a solas. En cambio, los libros no te necesitan más que a ti. Se leen a solas.

Toda la semana se turnaba entre casas en el otro lado y una que otra casa acá, casas de los ricos. Muy lejos de nuestro rumbo. Las dos vivíamos del sueldo que le daban por limpiar y de cosas extra que hacía. Tienes suerte, me decía, yo a tu edad ya trabajaba. A veces llegaba con ropa que había que planchar, dejar lisita, como nueva. O ropa para remendar, un dobladillo, una costura aquí, muchos botones. En eso se le iban la tarde y los fines de semana. Remendar, planchar, y luego otra vez desde el principio.


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