Entrevista a Pompeyo Audivert: “Creo que es un buen momento para el grotesco”

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Pompeyo Audivert —dramaturgo, director, actor y formador— acaba de estrenar Trastorno, una versión libre de El pasado de Florencio Sánchez. En esta oportunidad, además de llevar adelante el proceso de escritura y compartir la dirección junto a Andrés Mangone, Audivert le pone el cuerpo a Rosario, una mujer que representa lo más terrible de la oligarquía nacional. La Primera Piedra entrevistó al creador sobre esta versión que expone las contradicciones de nuestra identidad de un modo crudo y radical.


Trastorno viene a completar la trilogía que Audivert empezó en 2014 con Muñeca, de Armando Discépolo, y que continuó en 2017 con La farsa de los ausentes, de Roberto Arlt. En 1994 ya había montado El pasado de Florencio Sánchez pero respetando la versión original, con algunos cambios hacia el final y Carlos Belloso en la piel de Rosario. “En ese momento yo estaba muy fascinado con el lenguaje de los autores rioplatenses, con esas reminiscencias del cine nacional de los años ’50 que retratan toda la época de principios de siglo. Me parecía que la temática de fondo era muy pariente de la práctica teatral vinculada a la identidad trastornada por su sospecha de no ser quien dice ser: la identidad parásita en relación a una identidad sagrada. Después de esa puesta en el Margarita Xirgu quedé muy tocado y siempre pensé en volver a hacerla, pero ya no me bastaba con la versión original; entendía que había que intervenirla”, recuerda Pompeyo.

En esta nueva versión que puede verse todos los viernes y sábados a las 20 hs. en el Centro Cultural de la Cooperación, es el propio Audivert quien encarna a Rosario, esta dama venenosa que representa lo más terrible de la oligarquía nacional. Cuando se le pregunta por el proceso de adaptación, explica: “Hice una serie de intervenciones que me llevaron a cambiar el título porque se transformó en una versión bastante libre del material: lo desmesuré, lo llevé a un grado más intenso, en la actuación roza el grotesco y agregué textos a personajes que eran menores. Aún así, conserva el espíritu del original. En las obras de esta trilogía dejé que se viera que hay un procedimiento teatral, que ese procedimiento tiene conciencia de sí, que rechaza la ficción y la utiliza como harapos de máscara para camuflar la operación. Esa máquina quiere ser aludida, quiere ser protagónica y compartir su lugar con el dramaturgo”.


Una trilogía contra el teatro museo

— Solés hablar desde la vereda opuesta a aquello que identificás como “teatro museo”. Muchos autores como Sánchez, Discépolo o Arlt fueron condenados a esas vitrinas como lenguajes intocables. ¿Qué opinión tenés sobre el tratamiento contemporáneo que se le da a este tipo de materiales y cómo creés que debería ser ese abordaje?

— Creo que son lenguajes que hay que estallar, rasgar, fracturar, insuflarlos de otros niveles que tal vez no les son del todo propios pero sí adyacentes. Es difícil llevarlo a cabo porque siempre está la tentación de hacerlos tal cual, entonces quedamos atrapados en ese teatro-museo donde uno no ve ninguna novedad sino materiales indefensos, en una época a la que no pertenecen y a la que no le están hablando. Creo que nuestro deber como artistas es, por un lado, retomarlos, porque son materiales poderosísimos; por otro, cruzarlos con nuestra identidad, con nuestro presente, con nuestra crisis histórica, con nuestra desesperanza y nuestra perspectiva, con todos los lenguajes que se han ido constituyendo y configuran hoy nuestra identidad teatral.

— ¿Cuál es el sustrato común que conecta los materiales de esta trilogía compuesta por Discépolo, Arlt y Sánchez?

— Estos autores son dramaturgias esenciales de lo argentino y de lo rioplatense. Es como si se tratara de Shakespeare para los ingleses. Son dramaturgos de una gran potencia porque hacen estallar los niveles de nuestra identidad en formas poéticas y teatrales que son absolutamente imprescindibles. Pero no hay que caer en la trampa de venerarlos al punto de no poder intervenirlos. La trilogía está asociada al tema de la identidad sagrada, a esa sospecha de ser otros o haberlo sido, e incluso de estar camino a volver a serlo. El teatro se dedica a escrutar y representar esa sospecha, velada siempre por alguna máscara o circunstancia fantasiosa. En estas tres piezas esa sospecha está disfrazada de un acontecimiento particular. En Muñeca, ese personaje monstruoso que es Anselmo: todopoderoso, multimillonario, en medio de una crisis por no poder ver en el espejo lo que él considera su propia identidad. En La farsa de los ausentes el tema gira en torno a estos seres que están en una suerte de entretiempo, listos para nacer a un plano de realidad pero que han sido interceptados en esa casa fantástica de un César poderoso que los retiene allí para extraerles una plusvalía existencial y alimentarse de ellos; seres con números en lugar de nombres, totalmente desidentificados, que comen esa comida escenográfica que César les da y aún así lo apoyan, algo como lo que ocurre hoy en Argentina: la identidad abducida por el poder. Y en Trastorno el asunto aparece como una cuestión particular enfocada en una familia que erige una construcción ficcional sobre la identidad del heredero, produciendo un trastorno que deriva en tragedia. En los tres casos lo que hice fue intensificar esos planteos desde el texto, pero también desde el sistema de puesta en escena.

El director rastrea inquietudes similares entre aquellos autores rioplatenses y las formas contemporáneas de hacer teatro, pero advierte que eran otras épocas y circunstancias: “Hoy estamos en un contexto distinto porque nuestra época carece de una perspectiva histórica para el hombre. Hay un panorama beckettiano: el mundo se está terminando, no hay perspectiva histórica y el hombre siente estar en medio de un derrumbe. El campo ficcional es un caballo de Troya para desembarcar fuerzas de otra naturaleza”.


Un manto beckettiano para revelar la mentira

— Mencionás a Beckett y en tus obras suele haber cierta atmósfera beckettiana. En el caso de Trastorno se trata de estos seres olvidados que esperan revelar una verdad en esa casa aristocrática, un poco decadente. ¿Cuál es tu parentesco con el autor?

— Yo siento una gran afinidad con Beckett. También con Shakespeare y las tragedias griegas, pero considero que Becektt es central. Sin embargo, no veo que atraviese la totalidad de la teatralidad como uno supone que debería hacerlo semejante planteo. Está como en una zona lateral, alterna, que no termina de influir en forma directa. Con esto no quiero decir que todo el tiempo haya que hacer teatro como Beckett, pero sí creo que esa influencia debería estar mucho más presente. En mi teatro siento que sí hay algo de esa atmósfera, de esos principios de desindetificación que conducen a la zona teatral, de esas operaciones que tienen la maniobra beckettiana, donde se escribe a dos columnas y los señalamientos sobre el tiempo, el espacio y los movimientos son parte central de la dramaturgia: una partitura de acciones y no sólo de palabras. Siento que hay algo de eso que a mí me afecta directamente. Lo que hace Beckett es desnudar la gran mentira de la ficción del teatro, él pone a funcionar los personajes de una forma descarnada: no saben quiénes son, dónde están, de dónde vienen ni adónde van.

A la hora de definir su perspectiva con respecto a la práctica teatral, para Audivert no hay grises: “La máquina teatral tiene un grado de realidad propia que no depende de ninguna ficción para suscitarse. Eso está vinculado a la idea del piedrazo en el espejo, que es un concepto que vengo desarrollando hace tiempo. El propósito es liberar al teatro de su condena al espejo porque hoy está siendo dominado por esas mecánicas y sólo sirve como reflejo narcisista para una clase social que lo detenta. El teatro es (o debería ser) algo más que un espejo; el teatro es una operación de denuncia de la ficción histórica, una máquina de naturaleza metafísica destinada a sondear identidad y pertenencia. Me parece que el teatro hace tiempo mientras la sociedad intenta alcanzarlo; creo que la realidad está atrasada en relación al teatro. La realidad cree ser única y ubica al teatro como hecho ficcional, pero el teatro le señala lo contrario. A veces es más real el hecho artificial si cuenta con una naturaleza poética que lo active y lo haga vibrar”.

— Es llamativo porque muchas veces el teatro que dice ser político se inscribe en esos mismos patrones al no evidenciar la condición de sus propios mecanismos. Alguna vez lo señalaste.

— Sí. El teatro político cae en la trampa de la maniobra burguesa de representación y cree que su operación política es discursiva y bajada de línea, cuando en realidad el teatro es mucho más poderoso y está para otra cosa. La discusión política que debe establecer el teatro no es con asuntos particulares de la realidad sino con la realidad toda, porque viene a discutirle su rol de ficción, de impostura, de lápida de una identidad sagrada que es permanentemente bloqueada por esa realidad ficcional y alienada. Lo político y lo revolucionario en el teatro reside en la apuesta a mecánicas formales y poéticas capaces de producir una escena autónoma, orgánica y de una intensidad superior a la del real histórico. Creo que se trata de ir por más y el teatro puede hacerlo con muchísima facilidad.


El grotesco como código genético de nuestra teatralidad

— ¿Qué vínculo tenés con el grotesco y de qué manera lo incorporaste a Trastorno?

 — El grotesco es un género nuestro extraordinario que de algún modo funciona como una desmesura. Es un lenguaje que nace en una época muy particular de la historia porque contiene la crisis de una inmigración que no encuentra su lugar, una identidad acorralada que cambia su perspectiva. El grotesco llena de afectación y dramatismo la operación teatral que venía de un funcionamiento mucho más frío o esquemático como el sainete. Es un borde existencial que no puede ser estabilizado, una fuerza convulsa que excede lo psicológico y lo trasciende; son pasiones contenidas en cuerpos desbordados, y esos cuerpos a la vez son títeres de circunstancias del destino, un destino que no pueden manejar. Me encanta ese lenguaje en el sentido de lo afirmativo que es con respecto a lo teatral, por fuera de los cánones tradicionales naturalistas o representativos de las dinámicas históricas. El grotesco no es un espejismo sino un enfoque radical de la presencia de una crisis en el frente histórico. Ciertamente es un lenguaje que nos pertenece y yo lo veo aflorar entre los alumnos con mucha naturalidad; pienso de dónde sacaron eso porque no son gente que haya tenido experiencia con teatros anteriores, y advierto que hay una especie de filtración genética que ha logrado migrar a estos cuerpos que somos nosotros hoy. Creo que es un buen momento para el grotesco; estamos en una crisis donde todo eso tiene que aflorar. La gente anda por la calle reprimiendo el llanto, el estallido; estamos encorsetados, anestesiados, la identidad está perdida y ha sido abducida por una subjetividad inoculada que nos desvirtúa. El grotesco se debe al grito histórico.

— El humor es un componente que está muy presente en Trastorno. Sin embargo, hay una risa que procede de circunstancias macabras. ¿Qué lugar le das al humor en tus creaciones?

— En esta obra el humor aparece por todos lados. Me divertí mucho haciendo la adaptación y terminé de escribirla durante los ensayos, al ver lo que sucedía con los actores. Eso me inspiraba para seguir en esas direcciones que nos causaban tanta gracia, aunque sosteniendo los otros niveles de trabajo: el misterio, la tragedia, la condición poética. Pero  esa naturaleza cómica aparecía todo el tiempo y siento que este es un momento para la risa. Hay un género de lo teatral que tiene que ver con lo patético, y el patetismo es algo que produce llanto y risa al mismo tiempo; uno no sabe dónde enfocarse y está bien no ubicarse en ninguno de los dos extremos. El público agradece que se pueda hablar de todo esto —la identidad trastornada, la naturaleza metafísica del ser, el grito histórico, las formas grotescas— a través de la risa. Creo que la risa es muy liberadora en momentos trágicos, siempre lo ha sido y en las grandes crisis del hombre han aparecido teatros que pudieron situarse en ese filo donde la risa ilumina momentos de gran oscuridad.

— En esta versión encarnás al personaje de Rosario. ¿A qué imaginarios recurriste para amasar esta mujer que representa lo más crudo de la oligarquía nacional?

— Rosario es un personaje terrible que tiene varias fuentes de inspiración: por un lado, una tía que ya falleció, una mujer terrible a quien yo quise muchísimo; ella era santiagueña, tenía una voz grave, dichos muy terminantes, brava, se violentaba fácilmente, pero era alguien a quien yo admiraba porque estaba fascinado con sus modos. Por otro lado, tiene algo del personaje de Rosas que interpretaba en El farmer con Rodrigo de la Serna; es como un Rosas mujer, alguien con muchísimo poder, violenta, muy nacional, criolla, católica, moral. Y por otro lado siento ráfagas de Alejandro Urdapilleta que alientan todos los desbordes y la degeneración de esa amalgama. En esa conjunción de afluentes emerge una identidad propia que ya no es ninguna de esas inspiraciones sino que es ella misma, lo que ha nacido en el curso de los ensayos. Finalmente es una criatura nueva que no le debe nada a nadie, aunque agradece a todos los que la ayudaron a nacer. Rosario es un personaje con el que me divierto mucho y al que le sigo encontrando cosas en cada función.

Pompeyo Audivert lleva más de dos décadas al frente de El Cuervo, aquel laboratorio de investigación donde se ha gestado buena parte de la identidad de su lenguaje teatral. Audivert no ejerce su oficio por inercia ni descansa en los laureles conseguidos. Por el contrario, se trata de un artista sumamente consciente del procedimiento creativo, que no le teme a las preguntas y que es perfectamente capaz de poner en cuestión la propia práctica. “¿Para qué está el teatro realmente? Esto cabe también para los actores: ¿por qué nos gusta la actuación? Y la respuesta es muy simple: nos gusta cambiar de identidad, ser otros. Hacer teatro supone descansar de la propia identidad, suspender una identidad y dar paso a otra. Entonces, si me gusta ser otro porque actuando ardo mi identidad de una forma más plena, ¿no será que hay una identidad de base que es soporte de distintas identidades de fantasía, entre ellas la histórica?, ¿no será el teatro una forma del autoconocimiento a una escala extra-cotidiana, sagrada, cuasi religiosa? El teatro permite que se produzca esa asamblea metafísica con el espectador. Creo que la pregunta es sencilla y la respuesta también. Simplemente tenemos que ser sencillos en la forma de operar la teatralidad una vez que sabemos esto».


Funciones: Viernes y sábados a las 20 hs. en el Centro Cultural de la Cooperación (Av. Corrientes 1543)
Localidades: $400 en boletería o por Alternativa Teatral

FICHA TÉCNICO-ARTÍSTICA
Autoría: Pompeyo Audivert
Sobre textos de: Florencio Sánchez
Actúan: Pompeyo Audivert, Julieta Carrera, Juan Manuel Correa, Pablo Diaz, Fernando Claudio Khabie, Fernando Naval, Ivana Zacharski
Diseño de vestuario: Julio Suárez
Diseño de escenografía: Pompeyo Audivert, Lucia Rabey
Diseño de luces: Leandra Rodríguez
Música original: Claudio Peña
Fotografía: Bernabé Rivarola
Asistencia de dirección: Marta Davico, Mónica Goizueta
Producción ejecutiva: Marta Davico, Mónica Goizueta
Dirección: Pompeyo Audivert, Andrés Mangone

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