Entrevista a Leonardo Oyola: «Si querés fama, ser escritor no es el camino»

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La reciente publicación de Nunca corrí, siempre cobré (Evaristo Editorial, 2017) y la reedición de Chamamé (Random House, 2017) confirman el protagonismo que Leonardo Oyola tiene en la escena literaria actual, a partir de un estilo que no le teme a lo salvaje y al absurdo. «Eso es lo que tiene el procedimiento de ficción: limpiar lo que es un poco más amargo y después reírte», señala el autor de Kryptonita, libro que fue adaptado al cine y a una serie televisiva. Al respecto, Oyola afirma: «Es maravilloso, todavía no caigo por más de que hayan pasado más de dos años». ¿Cómo convive el aguante del barrio con las baladas que pasaban en las radios? (Fotos: Caos Producciones


Sobre el autor

Untitled-6Leonardo Oyola nació en la provincia de Buenos Aires en 1973. Es licenciado en Ciencias de la Información y trabaja como crítico de cine y coordinador de talleres literarios. Su debut literario, Siete & el Tigre Harapiento (2005) fue finalista del Premio Clarín-Alfaguara en 2004. Le siguieron, entre otras: Chamamé (2007), -galardonada con el Premio Dashiell Hammett a la mejor novela policíaca del año publicada en castellano-, Hacé que la noche venga (2008),  Santería (2008), Gólgota (2008) y Kryptonita (2011).


«La tristeza puede venir de momentos festivos donde uno no la pasó bien»

La cantera de alumnos de Alberto Laiseca que llegan a ocupar lugares de peso dentro de la literatura argentina parece no agotarse y el caso de Leonardo Oyola es uno de los más significativos. Con un ascenso meteórico en los últimos años gracias al éxito alcanzado por Kryptonita, libro llevado al cine y a la televisión, el estilo barrial y absurdo del autor logró alcanzar a miles de lectores más allá de Argentina, siendo reconocido en todo a lo que se refiere a la literatura hispanoamericana.

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En esa dirección, la reedición de Chamamé (Random House, 2017) y la aparición de Nunca corrí, siempre cobré (Evaristo Editorial, 2017) muestran a un Oyola ágil en un terreno que le es más que familiar: la autobiografía como plataforma para lanzarse a la ficción hilarante. Al respecto, Oyola señala a La Primera Piedra: «El tema cuando usás lo autobiográfico es cuándo decidís terminarlo y el tono que elegiste. Entonces, muchas historias que sí pasaron, vos las cerrás en un momento que está perfecto para el cuento, pero sabés que hubo una coda, algo más, que te lo guardás».

Con un manejo de la velocidad de los relatos, el humor y la introducción de la cultura pop y popular, la complicidad con el lector es inmediata, por lo que las historias tienen un terreno fértil para crecer sin ningún tipo de tutor que diga hacia donde ir. En los libros de Oyola todo es posible, hasta que suena una canción de la radio que obliga a sus protagonistas a poner un pie en el freno y detenerse a sentir. ¿Cómo conviven la cultura del aguante y la sensibilidad de los hits de la radio? El escritor nacido en Isidro Casanova ensaya una respuesta en la siguiente entrevista.


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«Laiseca cuando veía tu compromiso con la escritura, te apoyaba todo el tiempo»

— Tanto Chamamé, como Nunca corrí, siempre cobré, salieron editados bastante próximos y en ambos hay una clara referencia a la cultura pop y a la cultura popular. ¿Cómo ves que trabaja eso a la hora de escribir literatura?
— Son referentes que uno los tiene y que a la hora de sacarlos del cajón están a mano. Quizás estuvieron mucho tiempo guardados, pero lo importante es desempolvarlos. Laburando en el taller de Laiseca, él siempre decía que había que volver a ese momento en el que uno fue feliz para agarrarse de eso y cómo lo contás. No siempre para narrar algo festivo, sino también para hablar de algo más amargo. La tristeza puede venir de momentos festivos donde uno no la pasó bien.

— Sobre todo en Nunca corrí, siempre cobré se trabaja mucho con autobiografía y la ficción, ¿qué mecanismos usás para eso? ¿Dónde están los límites?
— El tema cuando usás lo autobiográfico es cuándo decidís terminarlo y el tono que elegiste. Entonces, muchas historias que sí pasaron, vos las cerrás en un momento que está perfecto para el cuento, pero sabés que hubo una coda, algo más, que te lo guardás. Es verdad que se dio esa coincidencia de que salieran casi juntas Chamamé Nunca corrí, siempre cobré, que juntos con Kryptonita son mis textos más autobiográficos. Obviamente en Chamamé y Kryptonita se van para la ficción, mientras que Nunca Corrí… es una selección que hicieron desde Evaristo Editorial y lo que más me gustó es que los pusieron en un orden cronológico. Ahí se puede ver a un Leo Oyola a los 9 años y en dónde estaba yo cuando le tocó irse al maestro Laiseca.

Laburando en el taller de Laiseca, él siempre decía que había que volver a ese momento en el que uno fue feliz para agarrarse de eso y cómo lo contás. No siempre para narrar algo festivo, sino también para hablar de algo más amargo. La tristeza puede venir de momentos festivos donde uno no la pasó bien.

— ¿Qué te produjo volverlos a leer después de ese trabajo de reedición?
— Lo más lindo fue lo biográfico que pude encontrar ahí. Chamamé, por su parte, es la primera edición nacional a diez años de su publicación en España. A pesar del paso del tiempo pude encontrarme en todas las páginas y darme cuenta de que ahí empecé a indagar e ir hacia temas que a mí me gustaban. Nunca corrí… me parece que es un libro cariñoso, amable y sobre todo lo que uno tiene para compartir, tanto en la alegría como en las despedidas, como con mi abuelo y con Laiseca.

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— En relación a Laiseca, ¿qué recuerdos tenés de haber sido su alumno? Tanto Selva Almada como Alejandra Zina tenían sus recuerdos en común y también momentos particulares que les gustaba rescatar.
— Sí, estaba todo lo que brindaba de manera grupal, y después lo personal. Para mí lo más conmovedor de Laiseca era que cuando él veía tu compromiso con la escritura, te apoyaba todo el tiempo. En lo personal tengo muchas anécdotas con él: una que me marcó un montón fue que, a pesar de que él tenía muchos talleres, sus proyectos y la segunda temporada de los Cuentos de terror en I.sat, una vez me llamó por teléfono a mi laburo, porque no solía usar celular. Yo pensé que le había pasado algo, que necesitaba una mano en algo, pero no. Levanto el tubo y me dice: «Sabe, estuve pensando, el caballito del inspector no resiste desde La Boca hasta Mataderos, tiene que parar en Flores, Floresta y cambiar de caballo. Es muy importante eso Leito para el verosímil del policial, sino va a parecer alguien que nunca anduvo a caballo. Le mando un abrazo». Eran las doce del mediodía de un lunes y yo tenía taller con él los jueves a la noche, por lo que me pareció un gesto amoroso de él que me lo quiera transmitir ya. Además eso me despertó para darme cuenta de que era lunes, estaba en un trabajo de mierda y que lo único que quería hacer era escribir. Esos gestos y lo pillo que era son cosas que me quedan.

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— ¿Qué otros recuerdos tenés de Laiseca?
— Él en teoría era astrólogo autodidacta, que era algo cuestionable de hecho (risas). En un momento tuvimos una compañera que sí era astróloga, le corrigió un par de cosas y nunca más la volvimos a ver. También decía que había aprendido por su cuenta el chino y yo, cuando me quise dedicar de lleno a escribir, me tatué el ideograma chino que hizo de puño y letra Laiseca para La mujer en la muralla, donde se habla del paso militar del amor: cuando creés fervientemente en algo y lo amás, no te queda otra que ir hacia adelante. Un día, tomando cerveza con él, le muestro el tatuaje y se emociona porque lo reconoce al toque. Le cuento lo mismo que a vos, el por qué me tatué eso, y él me dice: «Leo, eso lo saqué de un folleto de un delivery chino». Ahí lo mandé a la concha de su madre pero me atajó rápido, me dijo que me estaba cargando. Tenía unos gestos que no sabías si te estaba diciendo la posta o no. Cuando se permitía esos gestos, era realmente genial.

Además de las devoluciones individuales que te daba, te apoyaba todo el tiempo. Por ejemplo, si te veía algo trabado a la hora de escribir, te preguntaba si tenías un problema: si eran personales, de plata, sabía que no podía ayudar. Pero si era algo literario, se esforzaba mucho en colaborar con el alumno

— ¿Y en tu escritura qué es lo que más te sirvió de él?
— Además de las devoluciones individuales que te daba, te apoyaba todo el tiempo. Por ejemplo, si te veía algo trabado a la hora de escribir, te preguntaba si tenías un problema: si eran personales, de plata, sabía que no podía ayudar. Pero si era algo literario, se esforzaba mucho en colaborar con el alumno. Cuando escribís estás muy ensimismado, y poder alejarse de eso para alentar otra voz, es algo que muy pocos logran.

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— ¿Cómo llegaste a hacer taller con él?
 Un amigo mío quería hacer taller y quería que lo acompañara. Yo tenía mucho prejuicio por experiencias y películas que había visto. Justo había visto Story Telling y pensé que ni en pedo iba a hacer uno. Después lo vimos narrando en vivo y no fue más que entrar a la casa y pegar una onda tremenda. Todo lo que tenía para dar lo daba y, a la vez, se volvía inaccesible cuando se encerraba en sus mundos. Pero, ¿quién no?



— Además de Laiseca, ¿qué otros maestros sentís que te influenciaron?
— Hay una amplia gama, pero si hablamos solo de autores nacionales, haberlos leído a Enrique Medina como a Washington Cucurto para mí fue fundacional. Les debo mucho a los dos por diferentes cosas: me encanta la ferocidad que tiene Medina, así como el desparpajo que tiene Cucurto. También tengo la suerte de ser amigo de Ariel Bermani, pero antes lo leí y lo admiré un montón, sobre todo con la novela Veneno. Uno de mis grandes orgullos fue haber presentado su libro Furgón. Son esos libros que te permiten no sentirte un extranjero de la literatura y ver cómo pueden contar un mundo cercano al tuyo. Tanto de ellos como de Laiseca también rescato mucho el uso de la oralidad.

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— ¿En qué sentido?
— La lectura en voz alta de un texto refleja si estás realmente en paz con lo que escribiste, porque lo escrito se impone por él mismo su ritmo y respiración. Es un momento conmovedor que me pasa a mí y también lo veo ahora que doy talleres, donde te das cuenta que el escritor encontró su voz. Es como si vieras fútbol y estás por hacer un gol, es algo físico. Eso lo empecé a vivenciar con Laiseca sobre todo.

La lectura en voz alta de un texto refleja si estás realmente en paz con lo que escribiste, porque lo escrito se impone por él mismo su ritmo y respiración. Es un momento conmovedor que me pasa a mí y también lo veo ahora que doy talleres, donde te das cuenta que el escritor encontró su voz

— Al ser parte de una generación que se crió viendo películas y series, ¿qué te produjo ver Kryptonita adaptada a esos formatos?
— Es maravilloso, todavía no caigo por más de que ya hayan pasado más de dos años. Me pasa que la ves cuando la pasan en el cable, o te escribe gente de Latinoamérica que la vio y es increíble. La otra vez me contaba Carca que estaba en Bogotá y, desde un colectivo, una mujer saca medio cuerpo por la ventana y le grita: «Te quiero Juan Raro». Es genial que eso haya pasado, sobre todo después de haberte sentado solo a escribir eso. No estabas imaginando que eso ocurra. Además en el cine y la tv siempre se trabaja en equipo y tenés que dejarlo ir.

— ¿Cómo es tu relación con las redes sociales?
— Cada vez leo más, por lo que no uso las redes sociales, cada vez estoy menos en Internet. Mi generación es un poco anfibia. Yo lo veo a mi nene que está con el celular, un libro abierto y está hablando conmigo. Eso seguro va a generar algo en la literatura. Por ejemplo, yo soy fanático de Tao Lin, es la experiencia que tiene un flaco nacido en determinado momento que se está vinculando así: el mail, el chat, el whatsapp. Si yo quisiera hacer algo así, no me va a salir. Yo todavía llamo por teléfono y me cagan a pedos (risas).

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— Tanto en tu obra, como en la de Cucurto que nombrabas anteriormente y también pienso en Fabián Casas, por ejemplo, aparecen combinadas la lógica de barrio y ese costado sentimental de las baladas, los boleros o los lentos de la radio. ¿Son compatibles ambos extremos?
 Eso es lo que tiene el procedimiento de ficción: limpiar lo que es un poco más amargo y después reírte. Cuando decidimos ponerle el nombre Nunca corrí, siempre cobré es porque es una frase de guapo del barrio: primero decís en voz alta que nunca corriste, pero después por lo bajo, entre amigos, aclarás que siempre cobraste. Eso es algo que me gustaba mucho. Después, en la mayoría de los relatos, hay un momento en el que te agarrás a piñas, ya sea algo muy realista o algo absurdo, porque los relatos te permiten esa flexibilidad de una historia a otra. Pienso, por ejemplo, en «Tony Planas». También aprovecho a aclarar que en las fotos salgo siempre serio porque no quiero sonreír: me faltan los dientes de esas palizas (risas). Ahora la estoy pasando bien, soy un tipo feliz.


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— A la hora de escribir, ¿tenés algún mecanismo o rutina?
— Ahora escribo directamente en la computadora. Puedo hacer anotaciones a mano, pero cuando siento que estoy escribiendo ya tengo el Word en la cabeza. Antes me sentía culpable por eso, pero después leí un aguafuerte de Roberto Arlt y, ya en ese momento, él decía que había que tener siempre una máquina de escribir, papel, tijera y cola. Es decir, él ya pensaba en editar a su manera. Para mí es así: me imagino el dibujo del texto y le voy sintiendo la música. También armo el playlist de canciones que escucho en el momento y siempre escribo de noche: la capacidad de atención es mayor y hay menos interrupciones.

— Por último, te debe pasar en tus talleres o en distintas circunstancias encontrarte con gente que está empezando a escribir. ¿Qué consejo les das?
— Lo básico es no querer quemar etapas ni buscar atajos. Darte el tiempo necesario para que en vos macere la escritura y aparezca una voz, intereses, un mundo. Eso no es algo que no sale rápido, se necesita mucha paciencia. No hay que pretender de la escritura más que ese placer que te da escribir, esa conexión personal. Después, llegado el caso, cuando uno ve que eso está terminado, no hay que cajonearlo, hay que ir a mostrarlo. Los concursos ayudan un montón en eso. Después, está todo lo otro: si querés ser famoso, ser escritor no es el camino. La fama a lo sumo es bastante efímera. Si bien el ego es bastante importante al momento de la escritura, pero solo en soledad. Ni bien cerraste la computadora o el cuaderno, el ego queda ahí. Por último, siempre hay que leer mucho, mucho más de lo que escribís.


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