El último homenaje de los homenajes a Abelardo Castillo

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“No sé por qué soy escritor. Lo que sí sé es que me voy a morir pero también sé que mientras esté vivo soy inmortal”, dijo el 22 de enero Abelardo Castillo a Natalia Páez para una entrevista en La Nación. El escritor, ensayista y dramaturgo argentino falleció hoy a sus 82 años. A continuación, un recorrido por su vida en este homenaje a uno de los exponentes más relevantes de la literatura argentina del siglo XX.


Abelardo Castillo nació un 27 de marzo de 1935 en la Ciudad de Buenos Aires. Poco tiempo después se mudó a San Pedro con su padre, ciudad costera que definiría como su lugar de nacimiento por decisión. A sus 18 años volvió a Capital Federal en donde comenzó su larga trayectoria como escritor. En 1959 ganó fue premiado en el concurso de la revista Vea y Lea donde Jorge Luis Borges, Adolfo Bioy Casares y Manuel Peyrou fueron jurados, y desde temprana edad se consagró como cuentista.

¿Qué se puede decir sobre Abelardo Castillo que no se haya dicho ya?

Además de escritor, el fundador de El Grillo de Papel y de El Escarabajo de Oro, una revista de larga vida (1959-1974) que le valió el título de intelectual existencialista y sartreano (etiqueta que más tarde excedería por completo), fue también político-valiente en sus decisiones literarias. Desde 1977 y hasta 1986 dirigió El Ornitorrinco, publicación literaria que le valió que su nombre estuviera en las listas negras de intelectuales prohibidos durante la última dictadura cívico-militar argentina. Se animó a publicar y a opinar mientras varios grupos de intelectuales comenzaban a replegarse hacia el silencio sepulcral de represión, el miedo y la desaparición.

«¿Qué sentido tiene la literatura en un mundo sin sentido? No hay más que dos respuesta. La primera: ningún sentido. La segunda es precisamente la que hoy no parece estar de moda: el sentido de la literatura es imaginarle un sentido al mundo y, por lo tanto, al escritor que la escribe» (Abelardo Castillo a Silvia Hopenhayn).

También fue un gran maestro, un formador de escritores así como un descubridor de libros a los que, por algún motivo, les habían negado la lectura. “Sé que la literatura siempre da testimonio de algo. Del autor, de su mundo. Creo en la literatura como conocimiento. No hay más verbo que creer. Pero a veces el «creo» es una manera tímida o ladeada de eludir el «sé», cuando me da pudor usarlo”, decía en la entrevista del 22 de enero para el suplemento Ideas del diario la Nación.


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Por algunos motivos, algunos lo consideraban un excéntrico. Por eso no fue de extrañar que cuando, en una entrevista que le hicieron en VIVA (Clarín) en 2014, el escritor contestó sobre su rechazo a la letra “A”: “No sé, desde que empecé a escribir a máquina, siempre tuve una gran resistencia a empezar los párrafos con la letra A. También pensé que era una locura inédita y personal hasta que leí que Kafka detestaba la letra K, la letra de su apellido. Lo leí en sus diarios y ahí pensé: “Yo detesto evidentemente la letra de mi nombre” y algo tiene que ver, que no pienso resolver psicoanalíticamente, pero me molesta mucho empezar los párrafos con la letra A”.

Desde 1977 y hasta 1986 dirigió El Ornitorrinco, publicación literaria que le valió que su nombre estuviera en las listas negras de intelectuales prohibidos durante la última dictadura cívico-militar argentina. Se animó a publicar y a opinar mientras varios grupos de intelectuales comenzaban a replegarse hacia el silencio sepulcral de represión, el miedo y la desaparición.

Hablamos del mismo que durante años se pensó poeta, un poeta desdichado, como diría en una entrevista a Silvia Hopenhayn, que no viviría más allá de sus 20 años. Decía, también, que la poesía es un modo de situarse ante el mundo, un modo de vivir el mundo, y después se preguntaba por el sentido de la literatura: «¿Qué sentido tiene la literatura en un mundo sin sentido? No hay más que dos respuesta. La primera: ningún sentido. La segunda es precisamente la que hoy no parece estar de moda: el sentido de la literatura es imaginarle un sentido al mundo y, por lo tanto, al escritor que la escribe».

No hay revisión de la vida y de la obra de Abelardo Castillo que pueda hacer, ahora, y que no se haya hecho ya. No obstante, me animo a decir que todas estas citas suyas que recordamos, algunas más algunas menos, todos estos homenajes que leímos hoy, hasta el cansancio, quieren decirnos algo. Cuando un escritor muere, nunca nos deja realmente. Vive, eternamente, en sus palabras que se hicieron carne en cada uno de sus lectores.


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