El Picasso de Persia: Etnografía de un artista de la destrucción

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La tos catarrosa de un viejo en el colectivo, una camioneta con la firma “Picasso” cruzando la avenida, una sombra proyectada en la pared que mi mente asemeja a la de un trapecista en la cuerda floja. Todas estas cosas me remiten al protagonista del film ganador de la última edición del BAFICI, El Picasso de Persia de la directora iraní Mitra Farahani. Y es que después de ver esta película resulta imposible olvidar al gran personaje que allí se retrata: el artista Bahman Mohasses. ¿Cómo definirlo? Mejor ver la obra de Farahani para descubrirlo. La voz en off que comienza describiéndolo en el film habla de él como una “figura histórica”. Lo cierto es que Mohasses fue un artista en todo el sentido de la palabra y hasta el último día de su vida. No me interesa indagar aquí en una definición del “artista” según los cánones tradicionales, y ni siquiera me interesa ahondar en la obra en sí misma calificándola en categorías ingratas como buena, regular o mala. No sé mucho de pintura y sería un error aventurarme en esos terrenos. Pero sí me interesaría analizar la relación de la obra de Mohasses con el mundo, las sensaciones que sus obras generan en el espectador y la concepción que el artista tenía de ese entorno.

Mohasses fue un joven rebelde, de mente aguda y lengua filosa, un caprichoso que supo rebelarse a través de su arte. Con el tiempo, esa esencia no fue erosionándose –como suele ocurrir con la mayoría de los transgresores– sino que, por el contrario, se revitalizó cada vez más. Pero a lo largo de los años fue aprendiendo a decir las cosas de otro modo, y ya en sus últimos días reemplazó los insultos e improperios por versos sueltos de poetas muertos. Mohasses despreciaba al mundo y a la civilización humana, no veía ningún futuro promisorio para la humanidad y ese desencanto quedó plasmado en su obra: figuras humanas deshumanizadas, sin pies, manos, ojos ni bocas, sin rostros. La obra de Mohasses es una obra de destrucción, de devastación, de muerte. Y todo esto queda, a su vez, plasmado en la película de Farahani. Esta joven directora iraní es, además, pintora, y se ha valido magistralmente de su condición a la hora de elaborar el film. Cada toma parece una pincelada muy pensada de antemano y para nada azarosa. El montaje es exquisito, y el criterio de selección sobre qué contar hace de esta película una obra de arte de gran sensibilidad y humana hasta la lágrima.

El film se divide en cuatro capítulos:

  1. Un cuarto, un sofá verde
  2. Los mecenas
  3. ¿Drama o tragedia?
  4. Una imagen

Cada uno de ellos se inicia con los versos de algún poeta (incluido Mohasses) y en su recorrido nos devela la esencia del artista. Cada pincelada hecha fotograma corre el velo (tal como en ese plano recurrente de la cortina deslizándose hacia la izquierda para dar lugar al panorama que se tiene de la ciudad desde la ventana del cuarto de Mohasses). Cada pincelada trae luz al cuadro y nos revela un poco más acerca de la figura. Al mirar este film ocurre algo similar a aquello que sucede cuando estamos parados detrás de un retratista y, a partir de cierto trazo, comenzamos a notar el parecido con el retratado, a entender qué es lo que el artista intenta transmitir, qué cualidades de ese rostro intenta destacar y cuáles intenta opacar.

Farahani logra crear una pieza de gran calidad pese a los obstáculos que se le presentan en su camino, y es capaz de capitalizar todas esas dificultades para convertirlas en imágenes de la más fina elocuencia. El primero de esos obstáculos es sin lugar a dudas la repulsión del anciano hacia todo ser humano. En el apogeo de su fama, Mohasses se vio obligado a abandonar su tierra natal (Irán) por cuestiones políticas, y optó por un auto-exilio en Roma durante más de 30 años. Su obra vanguardista repleta de desnudos y referencias a la muerte eran casi una blasfemia para una sociedad tan conservadora, y su condición de homosexual tampoco era muy bien vista. Ese rechazo de una sociedad que él mismo definió como hipócrita es lo que condujo a Mohasses a recluirse en un pequeño cuarto de hotel y apartarse del mundo. Con ese afán ermitaño Mitra Farahani debió luchar para llevar a cabo su proyecto.

Frente a la negativa de Mohasses de salir de su cuarto para filmar algunas tomas en un café de Roma y romper así con la monotonía de la habitación, la directora supo captar cada rincón de su guarida para hablarnos de ese aislamiento. Los planos detalle de sus pinturas, esculturas y miniaturas nos acercan en forma humana al artista. Lo vemos a él, vemos sus libros, sus fotos de “obras muertas” (como a él le gusta referirse a aquellas piezas que fueron destruidas); vemos sus películas, su sillón, sus lentes, su cafetera, sus cigarrillos. Cada objeto en ese cuarto asfixiante nos dice algo acerca de él. Y es que para Mohasses no hay “afuera”, para él ya no existe nada más allá de ese cuarto de hotel. “Yo ya no pertenezco a ese mundo de cines y cafés; este cuarto es todo mi mundo ahora”, dice. Y afirma con decepción: “Mi era terminó. No cambiaré nada nunca”. Su visión del mundo es ciertamente pesimista, y ese pensamiento lo ha conducido a destruir gran parte de su obra. “Nada para los carroñeros”, sostiene. “Yo no trabajo para la posteridad”. ¿Para quién trabaja entonces?, cabría preguntarse. Tal vez para sí mismo, o para algo más supremo que nuestras limitaciones no nos permiten entender. Habla de la hipocresía del mundo, del afán mercantilista del arte y suelta su carcajada catarrosa de pulmones aniquilados por la nicotina. La risa es su marca, el estigma de su propia destrucción. Mohasses parece atentar contra sí mismo. El cigarrillo, por otra parte, oficia como una suerte de catalizador en la relación que Farahani teje con el anciano, y cumple un rol de negociación: la directora fuma con él, le convida alguno de vez en cuando y él le ruega que lo detenga en ese vicio mortal.

Pero además de la hostilidad del propio Mohasses (la imagen inicial del cartel de NO MOLESTAR colgada en la puerta de su habitación es más que ilustrativa al respecto), Farahani deberá lidiar con los problemas de salud del anciano. Mohasses llega a tener una relación tan cercana con la directora que en sus llamados le informa sobre el estado de sus pulmones y las posibilidades de filmar, o simplemente le ordena que lo visite para ver una película y tomar un helado.

Con la incorporación de “los mecenas” en el segundo capítulo –dos jóvenes artistas y coleccionistas de arte que piden por encargo una obra– la película adquiere otro matiz, rompe su monotonía y devela un aspecto más relajado y humorístico de la personalidad de Mohasses. Nos reímos de sus chistes, aunque sufrimos un poco por su risa, que en cierto modo es un vaticinio del final. El ingreso de estos jóvenes al mundo del artista está muy bien retratado y, lejos de virar hacia el aspecto mercantilista, terminamos con algunas lágrimas en los ojos frente a los versos recitados por el viejo, o al ver la escena en la que todos se reúnen para ver una película de Visconti.

Quisiera contar muchas cosas más de esta película, pero es mejor que vayan a verla. No se decepcionarán. Montaje exquisito, planos inolvidables, poesía en el aire, banda sonora sublime que incluye el Requiem de Mozart y una fina sensibilidad para construir el relato.

 

FICHA TÉCNICA

Título original: Fifia z khoshhali zooze mikeshad

Título internacional: Fifi howls from hapiness

País: Irán

Año: 2014

Duración: 96 min

Dirección/Guión: Mitra Farahani

Montaje: Yannick Kergoat, Suzana Pedro

Producción: Margareh Moghini

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