Sin control: Keanu en la piel del titiritero

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¿Azar o voluntad? Esta podría ser la pregunta que condense gran parte del problema planteado en la última película de David Leitch y Chad Stahlski, Sin control. John Wick (Keanu Reeves) es un asesino profesional retirado, que vuelve al ruedo después de haber vivido un episodio traumático tras la muerte de su esposa. En un mundo prioritariamente masculino, es esta figura femenina la que determina los puntos de viraje en el relato: primero el egreso del mundo delictivo y luego su retorno.

John Wick es un hombre duro e infalible en su labor, pero tras esa máscara de hierro se oculta un tipo sensible e inesperadamente vulnerable; su debilidad resulta ser un cachorrito que representa la única conexión con los recuerdos de su amada. La destrucción de esos recuerdos es justamente aquello que detona la búsqueda de venganza en John.

Lo más logrado del film probablemente sea la estética de los escenarios y los personajes. Se trata de un mundo lujoso, un espacio que forma parte de la ciudad de Nueva York pero que al mismo tiempo se rige por sus propias reglas. En estos submundos hay hoteles de cinco estrellas donde se realiza todo tipo de “negocios”, autos de alta gama, trajes costosísimos, armas potentes, equipos de limpieza especiales para la escena del crimen y códigos de dudosa eficacia. Otro acierto ha sido la configuración del reparto. Keanu Reeves logra componer con gran destreza un John Wick implacable y, a la vez, vulnerable. Michael Nyqvis resulta muy creíble en su papel de Viggo Tasarov, un mafioso despiadado (ruso, por supuesto) que está dispuesto a hacer cualquier cosa con tal de conservar su poder. Alfie Allen interpreta el personaje de Iosef (hijo de Viggo), un joven cobarde que luego de herir la susceptibilidad del temible John Wick, lo único que atina a hacer es huir. Aún cuando sabemos que este muchacho es un pobre infeliz, uno no puede sacar la vista de sus ojos, tan profundos como huidizos. Ian McShane y Willem Dafoe encarnan los únicos personajes que –aún dentro del universo del delito– mantienen ciertos “códigos éticos y morales” para con sus colegas. Ellos serán los protectores del desbocado John Wick.

Ahora vayamos a los reproches. Sin lugar a dudas, los amantes de las películas de acción sabrán apreciar el exceso de balas, pero llega un punto en el que tanta balacera puede resultar exasperante. Y no es la sangre lo que satura (admitamos que no es tanta), sino el ruido; el sonido de las balas, las explosiones y –sobre todo– los alaridos de los actores entusiasmados en la escenificación de la agonía. Muchos parecen querer impresionar a la audiencia con actuaciones recargadas en sus tres minutos de fama. Si algo caracteriza a las decenas de personajes que desfilan en pantalla, es lo efímero; cada vez que aparece Keanu en escena, no queda títere con cabeza. Demasiados tiros y muy pocos móviles para justificarlos. Sabemos que el amor es una fuerza capaz de justificar todo acto humano (los buenos y los malos), pero en ciertos momentos resulta inverosímil que toda esa furia sea desatada por un episodio tan nimio –o tan mal contado– que se tornan marginal en el relato.

De todos modos, me parece interesante pensar por qué será que gusta tanto este tipo de films. La muerte es el centro del relato. Sabemos que John Wick es un ser despiadado, implacable; también sabemos que tiene corazón porque, después de todo, hace todo lo que hace por amor. Y aquí es donde el argumento –a mi entender– falla. ¿Acaso podemos concebir que este tipo sensible atado al amor de su difunta esposa, el que duerme con un cachorrito, sea el mismo tipo que no duda ni un segundo a la hora de acabar con la vida de una decena de hombres? Ciertamente resulta contradictorio. Tanto amor no puede ser compatible con tanta indiferencia por la vida humana.

Por otra parte, es interesante la idea-fuerza de la muerte como guía del relato; en esta historia de disputas por dinero y poder, las vidas humanas valen centavos. Quienes detentan el poder están dispuestos a entregar todo (hasta su propia familia) para conservarlo. Para seguir pensando sobre esto, extraigo una frase con la que me topé hace poco en un excelente libro que recomiendo con énfasis (El espectro de Alexander Wolf de Gaito Gazdanov). A propósito de la guerra, el narrador afirma: «En esos momentos en que por medio de la violencia rompemos el curso vital de un ser, se goza de una sensación de poder casi sobrehumano […] Se presenta la posibilidad de ser por un momento más poderoso que la suerte y que el destino».

Este es, en definitiva, el eje del relato. Cada vez que John Wick toma una de sus armas se coloca, al menos por un momento, en la piel del titiritero que mueve los hilos y decide los destinos de sus marionetas. ¿Ha logrado salir verdaderamente de ese círculo infernal o la imposibilidad de alejarse de esos mundos es su condena? Al parecer, hay algo más allá del dinero fácil que atrae a todos estos hombres al abismo: el poder sobre otra vida, la capacidad de decidir sobre los destinos ajenos; eso es lo que seduce y, en algún punto, los erotiza… Manejar los hilos, decidir cuándo ocurre lo que todos desconocen: el fin. Ser Dios por un minuto.

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