Adiós al lenguaje (A Dios, al lenguaje)

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Por Laura Gómez

Desde el instante en el que las miradas se encuentran, ya no puede decirse que haya dos personas. Linda idea. Esta frase (palabras más, palabras menos) forma parte de la narración en off de la última creación de Jean-Luc Godard, Adiós al lenguaje. En este film el director se propone… Bueno, tal vez sería complicado o demasiado atrevido decirlo en unas pocas líneas. Además, vaya uno a saber si realmente comprendí qué se propuso el director con esta película; uno nunca puede estar del todo seguro. Al fin y al cabo, una crítica no apunta exclusivamente a develar las intenciones del creador sino también a exponer una de las tantas interpretaciones posibles del objeto creado.

Sintetizar el argumento del film en un par de párrafos sería descortés y, en cierto modo, imposible. Puedo decir que la trama gira en torno a los diálogos existenciales de un hombre y una mujer, y a los actos de un perro que oficia como hilo conductor en el relato (si acaso hay uno). En la mayoría de las escenas, tanto el hombre como la mujer aparecen desnudos; el perro nunca (o siempre) lo está. Dice por allí el narrador: «No hay desnudez en la naturaleza. El animal no está desnudo porque está desnudo». ¡Desconcertante! Este no es un detalle menor; la desnudez nos habla del despojo, del vacío, de la nada a la que tienden todas las cosas: el lenguaje, el mundo, la realidad, la vida. Pero la desnudez también nos habla de aquello que nos hace vulnerables y, por tanto, nos iguala. Quien está desnudo se expone frente al otro sin disfraz, se muestra tal cual es, con todas sus virtudes e imperfecciones. Pero existe una lectura alternativa que me ha inspirado el reciente fanatismo por la extraordinaria serie inglesa Sherlock. En una escena del primer capítulo de la segunda temporada, la Srta. Adler se presenta frente a Sherlock Holmes completamente desnuda, y esa es la primera vez que el agudo detective se queda sin palabras. Esta mujer es para él un gran signo de pregunta. No hay cuellos de camisa, mangas, botones, zapatos, faldas o medias que él pueda analizar para descubrir sus secretos. Este es el primer enigma que el gran Sherlock no puede resolver. La desnudez, la carencia de disfraces, de máscaras y vestigios de lo cotidiano, impide cualquier respuesta a la pregunta. Así, la desnudez puede ser entendida como un arma de doble filo: lo expone todo y, al mismo tiempo, preserva lo más secreto. Pero con esto no estoy diciendo absolutamente nada de la película. Podría, entonces, enumerar en un fluir desordenado las cosas que vienen a mi mente minutos después de la experiencia de expectación. De este modo sería más fiel al espíritu de una estética en la que imágenes y sonidos se yuxtaponen unos a otros configurando un mosaico de piezas caóticas.

Esta es, al igual que otras tantas producciones de Godard, una película de citas: sobrevuelan las voces de Lord Byron, Mary Shelley, Claude Monet, Jack London, Walter Benjamin. Pero no es esta su característica distintiva. Estamos en presencia de una gran experimentación con el lenguaje cinematográfico. Ya desde el título, Godard nos advierte sus intenciones: despedir al lenguaje, destruirlo y sacar algo provechoso de las ruinas. Aquí se pone en entredicho la forma y el contenido mismo; se deconstruye el relato, la narración, la imagen y el sonido. Escuchamos las voces de los personajes, la voz del narrador y los sonidos de la naturaleza (las hojas en el viento, las ramas chocándose entre sí, el torrente de un río, el ladrido de un perro, la defecación de un hombre, el llanto de un niño). Vemos a una pareja dialogando, y allí Godard tira sobre la mesa los temas que siempre lo han obsesionado: el lenguaje, la otredad, el amor, la muerte, la violencia, la soledad. Vemos deliciosas tomas de la naturaleza y primeros planos de Roxy, la mascota de Godard. Vemos secuencias de un buque con pasajeros; no sabemos si llegan o parten, y en esa ambivalencia está el mayor atractivo. Alzan sus manos, saludan con euforia desde la cubierta. ¿Vienen o se van? ¿Desde dónde o hacia dónde? No importa. Vemos una gran audacia no sólo en el humor provocador (hay un gag recurrente que muestra al hombre defecando y afirmando: «Es la mierda lo que nos iguala a todos»), sino también en el nivel de experimentación con la tecnología 3D. Hay desdoblamiento y yuxtaposición de planos; en ciertos momentos, los actores se desplazan y parecen llevarse con ellos una porción del plano. Esto nos produce la extraña sensación de visión distorsionada, como si nos hubiésemos vuelto bizcos inesperadamente. Cierro el ojo derecho y…¡magia! Todos los objetos del lado opuesto se aclaran (vayan al cine y pruébenlo ustedes mismos). Godard, con afán lúdico, nos propone un juego casi infantil; quien no se atreva a jugarlo se estará perdiendo una valiosa experiencia perceptiva, porque de eso se trata justamente: el cine influye en la percepción humana. Godard, al parecer, se ha propuesto demostrarlo. Él toma las últimas tecnologías cinematográficas y, sutilmente, se burla de ellas. Señala con irreverencia el gran desaprovechamiento de las posibilidades que hay frente a las narices de los cineastas, y reivindica las tecnologías más primitivas como las filmaciones de celular.

Vuelvo  al comienzo de este artículo y me pregunto: ¿cuáles son las dos miradas a las que Godard se refiere? Por supuesto que habla del amor de una pareja y de ese primer encuentro de miradas en el que dos personas pueden llegar a decirlo todo sin una sola palabra, pero me gusta pensar que también hace referencia al choque de miradas entre creador y espectador. En la obra de arte se condensan ambas miradas: la del director y la nuestra. Entonces la obra de arte se ve modificada, ya no es la misma que ideó el director ni aquella que esperaba encontrar el espectador; es otra cosa muy distinta. Dos miradas se funden en una y ya no hay dos personas, sólo hay obra. Hay obra y lenguaje. Sólo eso. Tal vez todo. Sin lenguaje no somos. Por eso Godard se despide de él, porque de esa forma podremos recibirlo nuevamente como a un Dios. Sólo podemos añorar al que se ha ido, y es hora de que añoremos el (¿verdadero?) lenguaje cinematográfico.

Sin dudarlo ni por un segundo, recomiendo esta película. Vayan e incomódense un rato, siéntanse bizcos por un minuto, pregúntense por qué, duden del gusto del director al incluir la escena del hombre defecando, salgan de lo ordinario, atrévanse a jugar, cierren un ojo, experimenten aquello que Godard propone, disfruten de las maravillosas tomas de la naturaleza, asfíxiense en el living de la pareja, deléitense con la exquisita banda sonora, busquen el sentido, piensen. De eso se trata. Una excelente propuesta para animarse a ver “otro cine”. Puede que al salir de la sala detesten la película, pero después de unos minutos se darán cuenta de que hay algo que queda flotando en el aire, y si eso ocurre, no estamos en presencia de una mala película.

De camino al cine, un libro de Vila-Matas me direccionó a una excelente frase de Hemingway: «La gente sin imaginación cree que los demás también llevan una vida mediocre». Al ubicarme en la butaca de la sala y ver en pantalla la primera frase de la narración del film, me dije que algo habría tras esa sutil coincidencia. Aunque todavía no pude descifrar el enigma de las citas, comparto la frase inicial para dar fin a este artículo: «Los que no tienen imaginación se refugian en la realidad, si es que el no-pensamiento opaca al pensamiento».

 

FICHA TÉCNICA

Título original: Adieu au langage

Año: 2014

Duración: 70 min.

País: Suiza

Director: Jean-Luc Godard

Guión: Jean-Luc Godard

Fotografía: Fabrice Aragno

Reparto: Héloise Godet, Zoe Bruneau, Kamel Abdelli, Richard Chevalier, Jessica Erickson, Alexandre Païta, Dimitri Basil

Productora: Wild Bunch

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