Volveremos…

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Me encantaría poder dedicarme a hablar de fútbol en estas líneas. En realidad no es una cuestión de querer hacerlo o no, sino que simplemente me parece que, si esto intenta ser una nota de cierre sobre la participación de nuestro seleccionado en el mundial de Brasil 2014, lo correcto sería abrir el debate y darles mi opinión sobre lo que vi en cancha durante esta copa del mundo. Podría estar horas y horas charlando sobre rendimientos, tácticas y estrategias. Me encantaría hablar de cada jugador argentino uno por uno, del cuerpo técnico, de los rivales y hasta de los arbitrajes. Me gustaría decirles lo que pienso y que ustedes me digan lo que piensan, compartiendo opiniones, elogios, gustos y críticas. Lo planteo así porque creo que el fútbol también se trata de eso, de diferentes maneras de concebir y analizar un deporte que no todos vemos ni pensamos de la misma manera (lo cual es, claramente, un condimento extra que nos lleva a apasionarnos más por este juego maravilloso). De todas formas, en este momento siento que no tengo palabras para explicar todo lo que vengo diciendo que debería tratar de explicar si pretendo que esto sea una nota seria que hable sobre el fútbol y la selección o sobre el fútbol de la selección. Tampoco quiero forzarme a hacerlo ahora porque no me parecería algo prudente de mi parte teniendo en cuenta que ayer fui hincha de la selección más que nunca en mis 22 años de vida. Ninguna opinión está libre de la subjetividad, pero menos que menos lo está la de un hincha de fútbol al día siguiente del partido en el que a su equipo se le escapó, por poco, la chance de hacer historia para siempre. Hoy estoy convencido de que si Argentina vuelve a jugar la final la gana como sea.

Dicho esto, todo lo que puedo expresar a partir de ahora sale del corazón. De ese corazón de hincha y de argentino que sufrió por los goles que no pudieron ser, que puteó por el penal que no nos dieron y que lloró cuando Alemania se puso en ventaja, arrebatándonos esa ilusión gigante que había logrado unir a todo un país en busca del sueño dorado de la copa del mundo. A ese sueño desde acá lo “jugamos” nosotros, todos los que no llegamos pero que igual nos sentimos parte. Y desde allá lo jugaron ellos, un puñado de los nuestros, que hicieron todo lo posible para dejar a nuestra bandera en lo más alto. Somos Argentina y tenemos montones de defectos, quizás más que cualquiera. Somos Argentina y nos toca vivir el contexto del país dividido, del odio y del resentimiento, pero a pesar de todo quiero creer que tenemos mucho más para dar. Quiero creer que tenemos más para ayudarnos, para acompañarnos y para alentarnos. Hasta ayer, y gracias a la selección, nos encontramos unidos por algo tan banal como un deporte, pero que en realidad para nosotros de banal no tiene nada. Fuimos 40 millones comiéndonos los codos para que los 23 que pateaban por nosotros nos hagan sentir los mejores por un rato. Estas cosas logra el fútbol, que durante un mes hayamos visto nuestras calles disfrazadas de celeste y blanco, convirtiendo nuestra tierra en una postal que no quisiera borrar nunca de mis ojos ni de mi memoria. No puedo evitar pensar en lo lindo que sería que esa postal del país unido pudiera repetirse más seguido, ilusionándome con que esa unión dure para siempre. Por desgracia tomó muy poco tiempo bajar a la otra realidad (a la post mundial) y en tan sólo unas horas nos encontramos envueltos de incidentes, delincuencia y violencia en medio de lo que era el “festejo” por el subcampeonato, pero esa ya es otra historia que, por supuesto, excede lo estrictamente futbolístico.

Volviendo al tema del partido de ayer y ya tratando de darle un cierre a estas palabras que todavía dudan hacia dónde encarar, no es un dato menor que toda una generación de pibes y jóvenes adultos hayamos vivido por primera vez una final del mundo. Y así como alguna vez me contaron de la magia del ‘86, también me contaron de las lágrimas del ‘90, esas dos historias que tuvieron finales drásticamente distintos y que casualmente, como ayer, nos pusieron cara a cara con Alemania. En la final de Brasil 2014 uno de esos dos desenlaces se iba a repetir y lamentablemente no fue el que nosotros esperábamos. Con el desconsuelo a flor de piel hoy puedo decir que por fin terminé de comprender todos los sentimientos que alguna vez me intentaron transmitir sobre la final del ‘90 porque, si bien no existen dos partidos iguales, estoy seguro de que lo que nos tocó vivir esta vez fue lo mismo que aquello. Ahora, mientras esperamos que llegue el momento de la revancha (que el fútbol siempre te da) para tratar de “revivir” lo del ‘86, no tenemos más que aplaudir y reconocer el gran logro de este plantel que a base de trabajo y humildad nos hizo sentir representados de la mejor manera, ganándose el cariño de todo el pueblo argentino. Volver a jugar una final después de 24 años y pensar que quizás merecimos correr con mejor suerte no nos va a dar ningún título, pero saber que este plantel dejó la vida y un poco más en este sueño nos deja el orgullo intacto.

¡Gracias Argentina! Volveremos…